El Congreso de Panamá (designado a menudo como Congreso Anfictiónico de Panamá en recuerdo de la Liga Anfictiónica de Grecia antigua) fue un congreso convocado por Simón Bolívar, desde Lima, el 7 de diciembre de 1824, con el objeto de buscar la unión o confederación de Hispanoamérica, lo que antes fueron los virreinatos españoles en América.
Ya la idea de crear una gran nación cuya extensión abarcara lo que hoy es hispanoamerica venía desde Francisco de Miranda, quien ideó el nombre de Colombia para esa eventual nación. Simón Bolívar, también, en la Carta de Jamaica expresa: "Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo en una sola nación con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; [...] ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración..."
El Congreso logró instalarse en ciudad de Panamá el 22 de junio de 1826 y dejó de sesionar el 15 de julio de ese año. Asistieron representantes de la Gran Colombia (que abarcaba los actuales Colombia, Ecuador, Panamá, Venezuela), Perú, Bolivia, México, y las Provincias Unidas del Centro de América (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, y Costa Rica).
Los embajadores acordaron la creación de una liga de repúblicas americanas, con militares comunes, un pacto mutuo de defensa, y una Asamblea Parlamentaria Supranacional. Sin embargo, el “Tratado magnífico titulado de la Unión, de la Liga, y de la Confederación perpetua” que emergió del congreso, fue ratificado en última instancia solamente por La Gran Colombia. Cuatro años más tarde la Gran Colombia se disolvió, y años después las Provincias Unidas de Centroamérica, se desmembraron en varias naciones. El Congreso logró reunirse, años después, en Tacubaya, a convocatoria de México. Sus acuerdos tampoco se concretaron. Bolívar, enterado del fracaso del Congreso de Panamá, dijo: "El Congreso de Panamá sólo será una sombra". También dijo: "el Congreso de Panamá, no creo que funcionara, no es muy inteligente, cometí un error." Y así terminó su discurso.
Mucho se ha discutido sobre las verdaderas intenciones de Bolívar al convocar este Congreso y sobre el papel jugado por los Estados Unidos de América para evitar que llegara a feliz término. Bolívar no había invitado a ese país; esto lo hizo el Vicepresidente de Colombia, el general Francisco de Paula Santander. Por otra parte, parece que agentes estadounidenses llevaron a cabo una labor diplomática para evitar que Argentina asistiera. Asimismo, Bolívar nunca pensó en una unión panamericana, es decir, Latinoamérica Œ junto con Estados Unidos. Gran Bretaña, que asistió como observadora fue la que más ventajas sacó, al obtener importantes tratados comerciales con algunos países.
La idea de la unión de los países latinoamericanos se mantuvo en suspenso pero latente. Años más tarde se creó la Unión Panamericana y luego la Organización de Estados Americanos (OEA). También, actualmente hay un Parlamento Latinoamericano. El presidente venezolano Hugo Chávez Frías insiste en una Confederación o Liga entre las naciones de Suramérica y al parecer se han dado los primeros pasos para la conformación de "Unión de Naciones Suramericanas" (UNASUR).
sábado, 31 de octubre de 2009
Discurso de Bolivar ante el Congreso Boliviano...
¡Legisladores! Al ofreceros el Proyecto de Constitución para Bolivia, me siento sobrecogido de confusión y timidez, porque estoy persuadido de mi incapacidad para hacer leyes. Cuando yo considero que la sabiduría de todos los siglos no es suficiente para componer una ley fundamental que sea perfecta, y que el más esclarecido Legislador es la causa inmediata de la infelicidad humana, y la burla, por decirlo así, de su ministerio divino ¿qué deberé deciros del soldado que, nacido entre esclavos y sepultado en los desiertos de su patria, no ha visto más que cautivos con cadenas, y compañeros con armas para romperlas? ¡Yo Legislador...! Vuestro engaño y mi compromiso se disputan la preferencia: no sé quién padezca más en este horrible conflicto; si vosotros por los males que debéis temer de las leyes que me habéis pedido, o yo del oprobio a que me condenáis por vuestra confianza.
He recogido todas mis fuerzas para exponeros mis opiniones sobre el modo de manejar hombres libres, por los principios adoptados entre los pueblos cultos; aunque las lecciones de la experiencia sólo muestran largos periodos de desastres, interrumpidos por relámpagos de ventura. ¿Qué guías podremos seguir a la sombra de tan tenebrosos ejemplos?
¡Legisladores! Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca, cuyo piloto es tan inexperto.
El Proyecto de Constitución para Bolivia está dividido en cuatro Poderes Políticos, habiendo añadido uno más, sin complicar por esto la división clásica de cada uno de los otros. El Electoral ha recibido facultades que no le estaban señaladas en otros Gobiernos que se estiman entre los más liberales. Estas atribuciones se acercan en gran manera a las del sistema federal. Me ha parecido no sólo conveniente y útil, sino también fácil, conceder a los Representantes inmediatos del pueblo los privilegios que más pueden desear los ciudadanos de cada Departamento, Provincia o Cantón. Ningún objeto es más importante a un Ciudadano que la elección de sus Legisladores, Magistrados, Jueces y Pastores. Los Colegios Electorales de cada Provincia representan las necesidades y los intereses de ellas y sirven para quejarse de las infracciones de las leyes, y de los abusos de los Magistrados. Me atrevería a decir con alguna exactitud que esta representación participa de los derechos de que gozan los gobiernos particulares de los Estados federados. De este modo se ha puesto nuevo peso a la balanza contra el Ejecutivo; y el Gobierno ha adquirido más garantías, más popularidad, y nuevos títulos, para que sobresalga entre los más democráticos.
Cada diez Ciudadanos nombran un Elector; y así se encuentra la nación representada por el décimo de sus Ciudadanos. No se exigen sino capacidades, ni se necesita de poseer bienes, para representar la augusta función del Soberano; mas debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre, y leer las leyes. Ha de profesar una ciencia, o un arte que le asegure un alimento honesto. No se le ponen otras exclusiones que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta. Saber y honradez, no dinero, es lo que requiere el ejercicio del Poder Público.
El Cuerpo Legislativo tiene una composición que lo hace necesariamente armonioso entre sus partes: no se hallará siempre dividido por falta de un juez árbitro, como sucede donde no hay más que dos Cámaras. Habiendo aquí tres, la discordia entre dos queda resuelta por la tercera; y la cuestión examinada por dos partes contendientes, y un imparcial que la juzga: de ese modo ninguna ley útil queda sin efecto, o por lo menos habrá sido vista una, dos y tres veces, antes de sufrir la negativa. En todos los negocios entre dos contrarios se nombra un tercero para decidir, y ¿no sería absurdo que en los intereses más arduos de la sociedad se desdeñara esta providencia dictada por una necesidad imperiosa? Así las cámaras guardarán entre sí aquellas consideraciones que son indispensables para conservar la unión del todo, que debe deliberar en el silencio de las pasiones y con la calma de la sabiduría. Los Congresos modernos, me dirán, se han compuesto de solas dos secciones. Es porque en Inglaterra, que ha servido de modelo, la nobleza y el pueblo debían representarse en dos Cámaras; y si en Norte América se hizo lo mismo sin haber nobleza, puede suponerse que la costumbre de estar bajo el Gobierno inglés, le inspiró esta imitación. El hecho es, que dos cuerpos deliberantes deben combatir perpetuamente: y por esto Siéyès no quería más que uno. Clásico absurdo.
La primera Cámara es de Tribunos, y goza de la atribución de iniciar las leyes relativas a Hacienda, Paz y Guerra. Ella tiene la inspección inmediata de los ramos que el Ejecutivo administra con menos intervención del Legislativo.
Los Senadores forman los Códigos y Reglamentos eclesiásticos, y velan sobre los Tribunales y el Culto. Toca al Senado escoger los Prefectos, los Jueces del distrito, Gobernadores, Corregidores, y todos los Subalternos del Departamento de Justicia. Propone a la Cámara de Censores los miembros del Tribunal Supremo, los Arzobispos, Obispos, Dignidades y Canónigos. Es del resorte del Senado, cuanto pertenece a la Religión y a las leyes.
Los Censores ejercen una potestad política y moral que tiene alguna semejanza con la del Areópago de Atenas, y de los Censores de Roma. Serán ellos los fiscales contra el Gobierno para celar si la Constitución y los Tratados públicos se observan con religión. He puesto bajo su éjida el Juicio Nacional, que debe decidir de la buena o mala administración del Ejecutivo.
Son los Censores los que protegen la moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible como la más augusta función pertenece a los Censores. Condenan a oprobio eterno a los usurpadores de la autoridad soberana, y a los insignes criminales. Conceden honores públicos a los servicios y a las virtudes de los ciudadanos ilustres. El fiel de la gloria se ha confiado a sus manos: por lo mismo, los Censores deben gozar de una inocencia intacta, y de una vida sin mancha. Si delinquen, serán acusados hasta por faltas leves. A estos Sacerdotes de las leyes he confiado la conservación de nuestras sagradas tablas, porque son ellos los que deben clamar contra sus profanadores.
El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo; y moveré el mundo. Para Bolivia, este punto es el Presidente vitalicio. En él estriba todo nuestro orden, sin tener por esto acción. Se le ha cortado la cabeza para que nadie tema sus intenciones, y se le han ligado las manos para que a nadie dañe.
El Presidente de Bolivia participa de las facultades del Ejecutivo Americano, pero con restricciones favorables al pueblo.- su duración es la de los Presidentes de Haití. Yo he tomado para Bolivia el Ejecutivo de la República más democrática del mundo.
La isla de Haití, (permítaseme esta digresión) se hallaba en insurrección permanente: después de haber experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos y algunos más, se vio forzada a ocurrir al Ilustre Petión para que la salvase. Confiaron en él, y los destinos de Haití no vacilaron más. Nombrado Petión Presidente vitalicio con facultades para elegir el sucesor, ni la muerte de este grande hombre, ni la sucesión del nuevo Presidente, han causado el menor peligro en el Estado: todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un reino legítimo. Prueba triunfante de que un Presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano.
El Presidente de Bolivia será menos peligroso que el de Haití, siendo el modo de sucesión más seguro para el bien del Estado. Además el Presidente de Bolivia está privado de todas las influencias: no nombra los Magistrados, los Jueces, ni las Dignidades eclesiásticas, por pequeñas que sean. Esta disminución de poder no la ha sufrido todavía ningún gobierno bien constituido: ella añade trabas sobre trabas a la autoridad de un Jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado por los que ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los Sacerdotes mandan en las conciencias, los Jueces en la propiedad, el honor, y la vida, y los Magistrados en todos los actos públicos. No debiendo éstos sino al Pueblo sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan las que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un Gobierno democrático en todos los momentos de su administración, parece que hay derecho para estar cierto de que la usurpación del Poder público dista más de este Gobierno que de otro ninguno.
¡Legisladores! La libertad de hoy más será indestructible en América. Véase la naturaleza salvaje de este continente, que expele por sí sola el orden monárquico: los desiertos convidan a la independencia. Aquí no hay grandes nobles, grandes eclesiásticos. Nuestras riquezas eran casi nulas, y en el día lo son todavía más. Aunque la Iglesia goza de influencia, está lejos de aspirar al dominio, satisfecha con su conservación. Sin estos apoyos, los tiranos no son permanente; y si algunos ambiciosos se empeñan en levantar imperios, Dessalines, Cristóbal, Iturbide, les dicen lo que deben esperar. No hay poder más difícil de mantener que el de un príncipe nuevo. Bonaparte, vencedor de todos los ejércitos, no logró triunfar de esta regla, más fuerte que los imperios. Y si el gran Napoleón no consiguió mantenerse contra la liga de los republicanos y de los aristócratas ¿quién alcanzará, en América, fundar monarquías, en un suelo incendiado con las brillantes llamas de la libertad, y que devora las tablas que se le ponen para elevar esos cadalsos regios? No, Legisladores: no temáis a los pretendientes a coronas: ellas serán para sus cabezas la espada pendiente sobre Dionisio. Los Príncipes flamantes que se obcequen hasta construir tronos encima de os escombros de la libertad, erigirán túmulos a sus cenizas, que digan a los siglos futuros cómo prefirieron su fatua ambición a la libertad y a la gloria.
Los límites constitucionales del Presidente de Bolivia, son los más estrechos que se conocen: apenas nombrar los empleados de hacienda, paz y guerra: manda el ejército. He aquí sus funciones.
La administración pertenece toda al Ministerio, responsable a los Censores, y sujeta a la vigilancia celosa de todos los Legisladores, Magistrados, Jueces y Ciudadanos. Los aduanistas, y los soldados únicos agentes de este ministerio, no son a la verdad, los más adecuados para captarle la aura popular; así su influencia será nula.
El Vice-Presidente es el Magistrado más encadenado que ha servido el mando: obedece juntamente al Legislativo y al Ejecutivo de un gobierno republicano. Del primero recibe las leyes; del segundo las órdenes: y entre esas dos barreras ha de marchar por un camino angustiado y flanqueado de precipicios. A pesar de tantos inconvenientes, es preferible gobernar de este modo, más bien que con imperio absoluto. Las barreras constitucionales ensanchan una conciencia política, y le dan firme esperanza de encontrar el final que la guíe entre los escollos que la rodean: ellas sirven de apoyo contra los empujes de nuestras pasiones, concertadas con los intereses ajenos.
En el gobierno de los Estados Unidos se ha observado últimamente la práctica de nombrar al primer Ministro para suceder al Presidente. Nada es tan conveniente, en una república, como este método: reúne la ventaja de poner a la cabeza de la administración un sujeto experimentado en el manejo del Estado. Cuando entra a ejercer sus funciones, va formado,, y lleva consigo la aureola de la popularidad, y una práctica consumada. Me he apoderado de esta idea, y la he establecido como ley.
El Presidente de la República nombra al Vice-Presidente, para que administre el estado, y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares. Ved de qué modo sucede como en los reinos legítimos, la tremenda crisis de las repúblicas.
El Vice-Presidente debe ser el hombre más puro: la razón es, que si el primer Magistrado no elige un ciudadano muy recto, debe temerle como a enemigo encarnizado; y sospechar hasta de sus secretas ambiciones. Este Vice-Presidente ha de esforzarse a merecer por sus buenos servicios el crédito que necesita para desempeñar las más altas funciones, y esperar la gran recompensa nacional -el mando supremo. El Cuerpo Legislativo y el pueblo exigirán capacidades y talentos de parte de ese Magistrado; y le pedirán una ciega obediencia a las leyes de la libertad.
Siendo la herencia la que perpetúa el régimen monárquico, y lo hace casi general en el mundo: ¿cuanto más útil no es el método que acabo de proponer para la sucesión del Vice-Presidente? ¿Qué fueran los príncipes hereditarios elegidos por el mérito, y no por la suerte; y que en lugar de quedarse en la inacción y en la ignorancia, se pusiesen a la cabeza de la administración? Serían sin duda, Monarcas más esclarecidos y harían la dicha de los pueblos. Si, Legisladores, la monarquía que gobierna la tierra, ha obtenido sus títulos de aprobación de la herencia que la hace estable, y de la unidad que la hace fuerte. Por esto, aunque un príncipe soberano es un niño mimando, enclaustrado en su palacio, educado por la adulación y conducido por todas las pasiones, este príncipe que me atrevería a llamar la ironía del hombre, manda al género humano, porque conserva el orden de las cosas y la subordinación entre los ciudadanos, con un poder firme, y una acción constante. Considerad, Legisladores, que estas grandes ventajas se reúnen en el Presidente vitalicio y Vice-Presidente hereditario.
El Poder Judicial que propongo goza de una independencia absoluta: en ninguna parte tiene tanta. El pueblo presenta los candidatos, y el Legislativo escoge los individuos que han de componer los Tribunales. Si el Poder Judicial no emana de este origen, es imposible que conserve en toda su pureza, la salvaguardia de los derechos individuales. Estos derechos, Legisladores, son los que constituyen la libertad, la igualdad, la seguridad, todas las garantías del orden social. La verdadera constitución liberal está en los códigos civiles y criminales; y la más terrible tiranía la ejercen los Tribunales por el tremendo instrumento de las leyes. De ordinario el Ejecutivo no es más que el depositario de la cosa pública; pero los Tribunales son los árbitros de las cosas propias -de las cosas de los individuos-. El Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los ciudadanos; y si hay libertad, si hay justicia en la República, son distribuidas por este poder. Poco importa a veces la organización política, con tal que la civil sea perfecta; que las leyes se cumplan religiosamente, y se tengan por inexorables como el destino.
Era de esperarse, conforme a las ideas del día, que prohibiésemos el uso del tormento, de las confesiones; y que cortásemos la prolongación de los pleitos en el intrincado laberinto de las apelaciones.
El territorio de la República se gobierna por Prefectos, Gobernadores, Corregidores, Jueces de Paz y Alcaldes. No he podido entrar en el régimen interior y facultades de estas jurisdicciones; es mi deber, sin embargo, recomendar al Congreso los reglamentos concernientes al servicio de los departamentos y provincias. Tened presente, Legisladores, que las naciones se componen de ciudades y de aldeas; y que del bienestar de éstas se forma la felicidad del Estado. Nunca prestaréis demasiado vuestra atención al buen régimen de los departamentos. Este punto es de predilección en la ciencia legislativa y no obstante es harto desdeñado.
He dividido la fuerza armada en cuatro partes: ejército de línea, escuadra, milicia nacional, y resguardo militar. El destino del ejército es guarnecer la frontera. ¡Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos! Basta la milicia nacional para conservar el orden interno. Bolivia no posee grandes costas, y por o mismo es inútil la marina: debemos, a pesar de esto, obtener algún día uno y otro. El resguardo militar es preferible por todos respectos al de guardas: un servicio semejante es más inmoral que superfluo: por tanto interesa a la República, guarnecer sus fronteras con tropas de línea, y tropas de resguardo contra la guerra del fraude.
He pensado que la constitución de Bolivia debiera reformarse por períodos, según lo exige el movimiento del mundo moral. Los trámites de la reforma se han señalado en los términos que he juzgado más propios del caso.
La responsabilidad de los empleados se señala en la Constitución Boliviana del modo más efectivo. Sin responsabilidad, sin represión, el estado es un caos. Me atrevo a instar con encarecimiento a los Legisladores, para que dicten leyes fuertes y terminantes sobre esta importante materia. Todos hablan de responsabilidad, pero ella se queda en los labios. No hay responsabilidad, Legisladores: Los Magistrados, Jueces y Empleados abusan de sus facultades, porque no se contiene con rigor a los agentes de la administración; siendo entre tanto los ciudadanos víctimas de este abuso. Recomendara yo una ley que prescribiera un método de responsabilidad anual para cada Empleado.
Se han establecido las garantías más perfectas: la libertad civil es la verdadera libertad; las demás son nominales, o de poca influencia con respecto a los ciudadanos. Se ha garantizado la seguridad personal, que es el fin de la sociedad, y de la cual emanan las demás. En cuanto a la propiedad, ella depende del código civil que vuestra sabiduría debiera componer luego, para la dicha de vuestros conciudadanos. He conservado intacta la ley de las leyes -la igualdad: sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos. A ella debemos hacer los sacrificios. A sus pies he puesto, cubierta de humillación, a la infame esclavitud
Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud La ley que la conservara, sería la más sacrílega. ¿Qué derecho se alegraría para su conservación? Mírese este delito por todos aspectos, y no me persuado a que haya un solo Boliviano tan depravado, que pretenda legitima la más insigne violación de la dignidad humana. ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad! Una imagen de Dios puesta al yugo como el bruto! Dígasenos ¿dónde están los títulos de los usurpadores del hombre? La Guinea nos los ha mandado, pues el Africa devastada por el fratricidio, no ofrece más que crímenes. Trasplantadas aquí estas reliquias de aquellas tribus africanas, ¿qué ley o potestad será capaz de sancionar el dominio sobre estas víctimas? Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de suplicios, es el ultraje más chocante. Fundar un principio de posesión sobre la más feroz delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos del derecho, y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber. Nadie puede romper el santo dogma de la igualdad. Y ¿habrá esclavitud donde reina la igualdad? Tales contradicciones formarían más bien el vituperio de nuestra razón que el de nuestra justicia: seriamos reputados por más dementes que usurpadores.
Si no hubiera un dios Protector de la inocencia y de la libertad, prefiriera la suerte de un león generoso, dominando en los desiertos y en los bosques, a la de un cautivo al servicio de un infame tirano que, cómplice de sus crímenes, provocara la cólera del Cielo. Pero no: Dios ha destinado el hombre a la libertad: él lo protege para que ejerza la celeste función del albedrío.
¡Legisladores! Haré mención de un artículo que, según mi conciencia, he debido omitir. En una constitución política no debe prescribirse una profesión religiosa; porque según las mejores doctrinas sobre las leyes fundamentales, éstas son las garantías de los derechos políticos y civiles; y como la religión no toca a ninguno de estos derechos, ella es de naturaleza indefinible en el orden social, y pertenece a la moral intelectual. La Religión gobierna al hombre en la casa, en el gabinete, dentro de sí mismo: sólo ella tiene derecho de examinar su conciencia íntima. Las leyes, por el contrario, miran la superficie de las cosas: no gobiernan sino fuera de la casa del ciudadano. Aplicando estas consideraciones ¿podrá un Estado regir la conciencia de los súbditos, velar sobre el cumplimiento de las leyes religiosas, y dar el premio o el castigo, cuando los tribunales están en el Cielo y cuando Dios es el juez? La inquisición solamente sería capaz de reemplazarlos en este mundo. ¿Volverá la inquisición con sus teas incendiarias?.
La Religión es la ley de la conciencia. Toda ley sobre ella la anula porque imponiendo la necesidad al deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la Religión. Los preceptos y los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político.
Por otra parte, ¿cuáles son en este mundo los derechos del hombre hacia la Religión? Ellos están en el Cielo; allá el tribunal recompensa el mérito, y hace justicia según el código que ha dictado el Legislador. Siendo todo esto de jurisdicción divina, me parece a primera vista sacrílego y profano mezclar nuestras ordenanzas con los mandamientos del Señor. Prescribir, pues, la Religión, no toca al Legislador; porque éste debe señalar penas a las infracciones de las leyes, para que no sean meros consejos. No habiendo castigos temporales, ni jueces que los apliquen, la ley deja de ser ley.
El desarrollo moral del hombre es la primera intención del Legislador: luego que este desarrollo llega a lograrse el hombre apoya su moral en las verdades reveladas, y profesa de hecho la Religión que es tanto más eficaz, cuanto que la ha adquirido por investigaciones propias. Además, los padres de familia no pueden descuidar el deber religioso hacia sus hijos. Los Pastores espirituales están obligados a enseñar la ciencia del Cielo: ejemplo de los verdaderos discípulos de Jesús, es el maestro más elocuente de su divina moral; pero la moral no se manda, ni el que manda es maestro, ni la fuerza debe emplearse en dar consejos. Dios y sus Ministros son las autoridades de la Religión que obra por medios y órganos exclusivamente espirituales; pero de ningún modo el Cuerpo Nacional, que dirige el poder público a objetos puramente temporales.
Legisladores, al ver ya proclamada la nueva Nación Boliviana, ¡cuan generosas y sublimes consideraciones no deberán elevar vuestras almas! La entrada de un nuevo estado en la sociedad de los demás, es un motivo de júbilo para el género humano, porque se aumenta la gran familia de los pueblo. ¡Cuál, pues, debe ser el de sus fundadores! -Y el mío!!! Viéndome igualado con el más célebre de los antiguos,- El Padre de la Ciudad eterna! Esta gloria pertenece de derecho a los Creadores de las Naciones, que, siendo sus primeros bienhechores, han debido recibir recompensas inmortales; mas la mía, además de inmortal tiene el mérito de ser gratuita por no merecida. ¿Dónde está la república, dónde la ciudad que yo he fundado? Vuestra munificencia, dedicándome una nación, se ha adelantado a todos mis servicios; y es infinitamente superior a cuantos bienes pueden hacernos los hombres.
Mi desesperación se aumenta al contemplar la inmensidad de vuestro premio, porque después de haber agotado los talentos, las virtudes, el genio mismo del más grande de los héroes, todavía sería yo indigno de merecer el hombre que habéis querido daros, ¡el mío!!! ¡Hablaré yo de gratitud, cuando ella no alcanzará jamás a expresar ni débilmente lo que experimento por vuestra bondad que, como la de Dios, pasa todos límites! Sí: sólo Dios tenía potestad para llamar a esa tierra Bolivia... ¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad, que al recibirla vuestro arrobo, no vio nada que fuera igual a su valor. No hallando vuestra embriaguez una demostración adecuada a la vehemencia de sus sentimientos, arrancó vuestro nombre, y dio el mío a todas vuestras generaciones. Esto, que es inaudito en la historia de los siglos, lo es aún más en la de los desprendimientos sublimes. Tal rasgo mostrará a los tiempos que están en el pensamiento del Eterno, lo que anhelabais la posesión de vuestros derechos, que es la posesión de ejercer las virtudes políticas, de adquirir los talentos luminosos, y el goce de ser hombres. Este rasgo, repito, probará que vosotros érais acreedores a obtener la gran bendición del Cielo —la Soberanía del Pueblo— única autoridad legítima de las Naciones.
Legisladores, felices vosotros que presidís los destinos de una República que ha nacido coronada con los laureles de Ayacucho, y que debe perpetuar su existencia dichosa bajo las leyes que dicte vuestra sabiduría, en la calma que ha dejado la tempestad de la Guerra.
Lima, 25 de mayo de 1826.
He recogido todas mis fuerzas para exponeros mis opiniones sobre el modo de manejar hombres libres, por los principios adoptados entre los pueblos cultos; aunque las lecciones de la experiencia sólo muestran largos periodos de desastres, interrumpidos por relámpagos de ventura. ¿Qué guías podremos seguir a la sombra de tan tenebrosos ejemplos?
¡Legisladores! Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca, cuyo piloto es tan inexperto.
El Proyecto de Constitución para Bolivia está dividido en cuatro Poderes Políticos, habiendo añadido uno más, sin complicar por esto la división clásica de cada uno de los otros. El Electoral ha recibido facultades que no le estaban señaladas en otros Gobiernos que se estiman entre los más liberales. Estas atribuciones se acercan en gran manera a las del sistema federal. Me ha parecido no sólo conveniente y útil, sino también fácil, conceder a los Representantes inmediatos del pueblo los privilegios que más pueden desear los ciudadanos de cada Departamento, Provincia o Cantón. Ningún objeto es más importante a un Ciudadano que la elección de sus Legisladores, Magistrados, Jueces y Pastores. Los Colegios Electorales de cada Provincia representan las necesidades y los intereses de ellas y sirven para quejarse de las infracciones de las leyes, y de los abusos de los Magistrados. Me atrevería a decir con alguna exactitud que esta representación participa de los derechos de que gozan los gobiernos particulares de los Estados federados. De este modo se ha puesto nuevo peso a la balanza contra el Ejecutivo; y el Gobierno ha adquirido más garantías, más popularidad, y nuevos títulos, para que sobresalga entre los más democráticos.
Cada diez Ciudadanos nombran un Elector; y así se encuentra la nación representada por el décimo de sus Ciudadanos. No se exigen sino capacidades, ni se necesita de poseer bienes, para representar la augusta función del Soberano; mas debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre, y leer las leyes. Ha de profesar una ciencia, o un arte que le asegure un alimento honesto. No se le ponen otras exclusiones que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta. Saber y honradez, no dinero, es lo que requiere el ejercicio del Poder Público.
El Cuerpo Legislativo tiene una composición que lo hace necesariamente armonioso entre sus partes: no se hallará siempre dividido por falta de un juez árbitro, como sucede donde no hay más que dos Cámaras. Habiendo aquí tres, la discordia entre dos queda resuelta por la tercera; y la cuestión examinada por dos partes contendientes, y un imparcial que la juzga: de ese modo ninguna ley útil queda sin efecto, o por lo menos habrá sido vista una, dos y tres veces, antes de sufrir la negativa. En todos los negocios entre dos contrarios se nombra un tercero para decidir, y ¿no sería absurdo que en los intereses más arduos de la sociedad se desdeñara esta providencia dictada por una necesidad imperiosa? Así las cámaras guardarán entre sí aquellas consideraciones que son indispensables para conservar la unión del todo, que debe deliberar en el silencio de las pasiones y con la calma de la sabiduría. Los Congresos modernos, me dirán, se han compuesto de solas dos secciones. Es porque en Inglaterra, que ha servido de modelo, la nobleza y el pueblo debían representarse en dos Cámaras; y si en Norte América se hizo lo mismo sin haber nobleza, puede suponerse que la costumbre de estar bajo el Gobierno inglés, le inspiró esta imitación. El hecho es, que dos cuerpos deliberantes deben combatir perpetuamente: y por esto Siéyès no quería más que uno. Clásico absurdo.
La primera Cámara es de Tribunos, y goza de la atribución de iniciar las leyes relativas a Hacienda, Paz y Guerra. Ella tiene la inspección inmediata de los ramos que el Ejecutivo administra con menos intervención del Legislativo.
Los Senadores forman los Códigos y Reglamentos eclesiásticos, y velan sobre los Tribunales y el Culto. Toca al Senado escoger los Prefectos, los Jueces del distrito, Gobernadores, Corregidores, y todos los Subalternos del Departamento de Justicia. Propone a la Cámara de Censores los miembros del Tribunal Supremo, los Arzobispos, Obispos, Dignidades y Canónigos. Es del resorte del Senado, cuanto pertenece a la Religión y a las leyes.
Los Censores ejercen una potestad política y moral que tiene alguna semejanza con la del Areópago de Atenas, y de los Censores de Roma. Serán ellos los fiscales contra el Gobierno para celar si la Constitución y los Tratados públicos se observan con religión. He puesto bajo su éjida el Juicio Nacional, que debe decidir de la buena o mala administración del Ejecutivo.
Son los Censores los que protegen la moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible como la más augusta función pertenece a los Censores. Condenan a oprobio eterno a los usurpadores de la autoridad soberana, y a los insignes criminales. Conceden honores públicos a los servicios y a las virtudes de los ciudadanos ilustres. El fiel de la gloria se ha confiado a sus manos: por lo mismo, los Censores deben gozar de una inocencia intacta, y de una vida sin mancha. Si delinquen, serán acusados hasta por faltas leves. A estos Sacerdotes de las leyes he confiado la conservación de nuestras sagradas tablas, porque son ellos los que deben clamar contra sus profanadores.
El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo; y moveré el mundo. Para Bolivia, este punto es el Presidente vitalicio. En él estriba todo nuestro orden, sin tener por esto acción. Se le ha cortado la cabeza para que nadie tema sus intenciones, y se le han ligado las manos para que a nadie dañe.
El Presidente de Bolivia participa de las facultades del Ejecutivo Americano, pero con restricciones favorables al pueblo.- su duración es la de los Presidentes de Haití. Yo he tomado para Bolivia el Ejecutivo de la República más democrática del mundo.
La isla de Haití, (permítaseme esta digresión) se hallaba en insurrección permanente: después de haber experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos y algunos más, se vio forzada a ocurrir al Ilustre Petión para que la salvase. Confiaron en él, y los destinos de Haití no vacilaron más. Nombrado Petión Presidente vitalicio con facultades para elegir el sucesor, ni la muerte de este grande hombre, ni la sucesión del nuevo Presidente, han causado el menor peligro en el Estado: todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un reino legítimo. Prueba triunfante de que un Presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano.
El Presidente de Bolivia será menos peligroso que el de Haití, siendo el modo de sucesión más seguro para el bien del Estado. Además el Presidente de Bolivia está privado de todas las influencias: no nombra los Magistrados, los Jueces, ni las Dignidades eclesiásticas, por pequeñas que sean. Esta disminución de poder no la ha sufrido todavía ningún gobierno bien constituido: ella añade trabas sobre trabas a la autoridad de un Jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado por los que ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los Sacerdotes mandan en las conciencias, los Jueces en la propiedad, el honor, y la vida, y los Magistrados en todos los actos públicos. No debiendo éstos sino al Pueblo sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan las que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un Gobierno democrático en todos los momentos de su administración, parece que hay derecho para estar cierto de que la usurpación del Poder público dista más de este Gobierno que de otro ninguno.
¡Legisladores! La libertad de hoy más será indestructible en América. Véase la naturaleza salvaje de este continente, que expele por sí sola el orden monárquico: los desiertos convidan a la independencia. Aquí no hay grandes nobles, grandes eclesiásticos. Nuestras riquezas eran casi nulas, y en el día lo son todavía más. Aunque la Iglesia goza de influencia, está lejos de aspirar al dominio, satisfecha con su conservación. Sin estos apoyos, los tiranos no son permanente; y si algunos ambiciosos se empeñan en levantar imperios, Dessalines, Cristóbal, Iturbide, les dicen lo que deben esperar. No hay poder más difícil de mantener que el de un príncipe nuevo. Bonaparte, vencedor de todos los ejércitos, no logró triunfar de esta regla, más fuerte que los imperios. Y si el gran Napoleón no consiguió mantenerse contra la liga de los republicanos y de los aristócratas ¿quién alcanzará, en América, fundar monarquías, en un suelo incendiado con las brillantes llamas de la libertad, y que devora las tablas que se le ponen para elevar esos cadalsos regios? No, Legisladores: no temáis a los pretendientes a coronas: ellas serán para sus cabezas la espada pendiente sobre Dionisio. Los Príncipes flamantes que se obcequen hasta construir tronos encima de os escombros de la libertad, erigirán túmulos a sus cenizas, que digan a los siglos futuros cómo prefirieron su fatua ambición a la libertad y a la gloria.
Los límites constitucionales del Presidente de Bolivia, son los más estrechos que se conocen: apenas nombrar los empleados de hacienda, paz y guerra: manda el ejército. He aquí sus funciones.
La administración pertenece toda al Ministerio, responsable a los Censores, y sujeta a la vigilancia celosa de todos los Legisladores, Magistrados, Jueces y Ciudadanos. Los aduanistas, y los soldados únicos agentes de este ministerio, no son a la verdad, los más adecuados para captarle la aura popular; así su influencia será nula.
El Vice-Presidente es el Magistrado más encadenado que ha servido el mando: obedece juntamente al Legislativo y al Ejecutivo de un gobierno republicano. Del primero recibe las leyes; del segundo las órdenes: y entre esas dos barreras ha de marchar por un camino angustiado y flanqueado de precipicios. A pesar de tantos inconvenientes, es preferible gobernar de este modo, más bien que con imperio absoluto. Las barreras constitucionales ensanchan una conciencia política, y le dan firme esperanza de encontrar el final que la guíe entre los escollos que la rodean: ellas sirven de apoyo contra los empujes de nuestras pasiones, concertadas con los intereses ajenos.
En el gobierno de los Estados Unidos se ha observado últimamente la práctica de nombrar al primer Ministro para suceder al Presidente. Nada es tan conveniente, en una república, como este método: reúne la ventaja de poner a la cabeza de la administración un sujeto experimentado en el manejo del Estado. Cuando entra a ejercer sus funciones, va formado,, y lleva consigo la aureola de la popularidad, y una práctica consumada. Me he apoderado de esta idea, y la he establecido como ley.
El Presidente de la República nombra al Vice-Presidente, para que administre el estado, y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares. Ved de qué modo sucede como en los reinos legítimos, la tremenda crisis de las repúblicas.
El Vice-Presidente debe ser el hombre más puro: la razón es, que si el primer Magistrado no elige un ciudadano muy recto, debe temerle como a enemigo encarnizado; y sospechar hasta de sus secretas ambiciones. Este Vice-Presidente ha de esforzarse a merecer por sus buenos servicios el crédito que necesita para desempeñar las más altas funciones, y esperar la gran recompensa nacional -el mando supremo. El Cuerpo Legislativo y el pueblo exigirán capacidades y talentos de parte de ese Magistrado; y le pedirán una ciega obediencia a las leyes de la libertad.
Siendo la herencia la que perpetúa el régimen monárquico, y lo hace casi general en el mundo: ¿cuanto más útil no es el método que acabo de proponer para la sucesión del Vice-Presidente? ¿Qué fueran los príncipes hereditarios elegidos por el mérito, y no por la suerte; y que en lugar de quedarse en la inacción y en la ignorancia, se pusiesen a la cabeza de la administración? Serían sin duda, Monarcas más esclarecidos y harían la dicha de los pueblos. Si, Legisladores, la monarquía que gobierna la tierra, ha obtenido sus títulos de aprobación de la herencia que la hace estable, y de la unidad que la hace fuerte. Por esto, aunque un príncipe soberano es un niño mimando, enclaustrado en su palacio, educado por la adulación y conducido por todas las pasiones, este príncipe que me atrevería a llamar la ironía del hombre, manda al género humano, porque conserva el orden de las cosas y la subordinación entre los ciudadanos, con un poder firme, y una acción constante. Considerad, Legisladores, que estas grandes ventajas se reúnen en el Presidente vitalicio y Vice-Presidente hereditario.
El Poder Judicial que propongo goza de una independencia absoluta: en ninguna parte tiene tanta. El pueblo presenta los candidatos, y el Legislativo escoge los individuos que han de componer los Tribunales. Si el Poder Judicial no emana de este origen, es imposible que conserve en toda su pureza, la salvaguardia de los derechos individuales. Estos derechos, Legisladores, son los que constituyen la libertad, la igualdad, la seguridad, todas las garantías del orden social. La verdadera constitución liberal está en los códigos civiles y criminales; y la más terrible tiranía la ejercen los Tribunales por el tremendo instrumento de las leyes. De ordinario el Ejecutivo no es más que el depositario de la cosa pública; pero los Tribunales son los árbitros de las cosas propias -de las cosas de los individuos-. El Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los ciudadanos; y si hay libertad, si hay justicia en la República, son distribuidas por este poder. Poco importa a veces la organización política, con tal que la civil sea perfecta; que las leyes se cumplan religiosamente, y se tengan por inexorables como el destino.
Era de esperarse, conforme a las ideas del día, que prohibiésemos el uso del tormento, de las confesiones; y que cortásemos la prolongación de los pleitos en el intrincado laberinto de las apelaciones.
El territorio de la República se gobierna por Prefectos, Gobernadores, Corregidores, Jueces de Paz y Alcaldes. No he podido entrar en el régimen interior y facultades de estas jurisdicciones; es mi deber, sin embargo, recomendar al Congreso los reglamentos concernientes al servicio de los departamentos y provincias. Tened presente, Legisladores, que las naciones se componen de ciudades y de aldeas; y que del bienestar de éstas se forma la felicidad del Estado. Nunca prestaréis demasiado vuestra atención al buen régimen de los departamentos. Este punto es de predilección en la ciencia legislativa y no obstante es harto desdeñado.
He dividido la fuerza armada en cuatro partes: ejército de línea, escuadra, milicia nacional, y resguardo militar. El destino del ejército es guarnecer la frontera. ¡Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos! Basta la milicia nacional para conservar el orden interno. Bolivia no posee grandes costas, y por o mismo es inútil la marina: debemos, a pesar de esto, obtener algún día uno y otro. El resguardo militar es preferible por todos respectos al de guardas: un servicio semejante es más inmoral que superfluo: por tanto interesa a la República, guarnecer sus fronteras con tropas de línea, y tropas de resguardo contra la guerra del fraude.
He pensado que la constitución de Bolivia debiera reformarse por períodos, según lo exige el movimiento del mundo moral. Los trámites de la reforma se han señalado en los términos que he juzgado más propios del caso.
La responsabilidad de los empleados se señala en la Constitución Boliviana del modo más efectivo. Sin responsabilidad, sin represión, el estado es un caos. Me atrevo a instar con encarecimiento a los Legisladores, para que dicten leyes fuertes y terminantes sobre esta importante materia. Todos hablan de responsabilidad, pero ella se queda en los labios. No hay responsabilidad, Legisladores: Los Magistrados, Jueces y Empleados abusan de sus facultades, porque no se contiene con rigor a los agentes de la administración; siendo entre tanto los ciudadanos víctimas de este abuso. Recomendara yo una ley que prescribiera un método de responsabilidad anual para cada Empleado.
Se han establecido las garantías más perfectas: la libertad civil es la verdadera libertad; las demás son nominales, o de poca influencia con respecto a los ciudadanos. Se ha garantizado la seguridad personal, que es el fin de la sociedad, y de la cual emanan las demás. En cuanto a la propiedad, ella depende del código civil que vuestra sabiduría debiera componer luego, para la dicha de vuestros conciudadanos. He conservado intacta la ley de las leyes -la igualdad: sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos. A ella debemos hacer los sacrificios. A sus pies he puesto, cubierta de humillación, a la infame esclavitud
Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud La ley que la conservara, sería la más sacrílega. ¿Qué derecho se alegraría para su conservación? Mírese este delito por todos aspectos, y no me persuado a que haya un solo Boliviano tan depravado, que pretenda legitima la más insigne violación de la dignidad humana. ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad! Una imagen de Dios puesta al yugo como el bruto! Dígasenos ¿dónde están los títulos de los usurpadores del hombre? La Guinea nos los ha mandado, pues el Africa devastada por el fratricidio, no ofrece más que crímenes. Trasplantadas aquí estas reliquias de aquellas tribus africanas, ¿qué ley o potestad será capaz de sancionar el dominio sobre estas víctimas? Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de suplicios, es el ultraje más chocante. Fundar un principio de posesión sobre la más feroz delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos del derecho, y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber. Nadie puede romper el santo dogma de la igualdad. Y ¿habrá esclavitud donde reina la igualdad? Tales contradicciones formarían más bien el vituperio de nuestra razón que el de nuestra justicia: seriamos reputados por más dementes que usurpadores.
Si no hubiera un dios Protector de la inocencia y de la libertad, prefiriera la suerte de un león generoso, dominando en los desiertos y en los bosques, a la de un cautivo al servicio de un infame tirano que, cómplice de sus crímenes, provocara la cólera del Cielo. Pero no: Dios ha destinado el hombre a la libertad: él lo protege para que ejerza la celeste función del albedrío.
¡Legisladores! Haré mención de un artículo que, según mi conciencia, he debido omitir. En una constitución política no debe prescribirse una profesión religiosa; porque según las mejores doctrinas sobre las leyes fundamentales, éstas son las garantías de los derechos políticos y civiles; y como la religión no toca a ninguno de estos derechos, ella es de naturaleza indefinible en el orden social, y pertenece a la moral intelectual. La Religión gobierna al hombre en la casa, en el gabinete, dentro de sí mismo: sólo ella tiene derecho de examinar su conciencia íntima. Las leyes, por el contrario, miran la superficie de las cosas: no gobiernan sino fuera de la casa del ciudadano. Aplicando estas consideraciones ¿podrá un Estado regir la conciencia de los súbditos, velar sobre el cumplimiento de las leyes religiosas, y dar el premio o el castigo, cuando los tribunales están en el Cielo y cuando Dios es el juez? La inquisición solamente sería capaz de reemplazarlos en este mundo. ¿Volverá la inquisición con sus teas incendiarias?.
La Religión es la ley de la conciencia. Toda ley sobre ella la anula porque imponiendo la necesidad al deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la Religión. Los preceptos y los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político.
Por otra parte, ¿cuáles son en este mundo los derechos del hombre hacia la Religión? Ellos están en el Cielo; allá el tribunal recompensa el mérito, y hace justicia según el código que ha dictado el Legislador. Siendo todo esto de jurisdicción divina, me parece a primera vista sacrílego y profano mezclar nuestras ordenanzas con los mandamientos del Señor. Prescribir, pues, la Religión, no toca al Legislador; porque éste debe señalar penas a las infracciones de las leyes, para que no sean meros consejos. No habiendo castigos temporales, ni jueces que los apliquen, la ley deja de ser ley.
El desarrollo moral del hombre es la primera intención del Legislador: luego que este desarrollo llega a lograrse el hombre apoya su moral en las verdades reveladas, y profesa de hecho la Religión que es tanto más eficaz, cuanto que la ha adquirido por investigaciones propias. Además, los padres de familia no pueden descuidar el deber religioso hacia sus hijos. Los Pastores espirituales están obligados a enseñar la ciencia del Cielo: ejemplo de los verdaderos discípulos de Jesús, es el maestro más elocuente de su divina moral; pero la moral no se manda, ni el que manda es maestro, ni la fuerza debe emplearse en dar consejos. Dios y sus Ministros son las autoridades de la Religión que obra por medios y órganos exclusivamente espirituales; pero de ningún modo el Cuerpo Nacional, que dirige el poder público a objetos puramente temporales.
Legisladores, al ver ya proclamada la nueva Nación Boliviana, ¡cuan generosas y sublimes consideraciones no deberán elevar vuestras almas! La entrada de un nuevo estado en la sociedad de los demás, es un motivo de júbilo para el género humano, porque se aumenta la gran familia de los pueblo. ¡Cuál, pues, debe ser el de sus fundadores! -Y el mío!!! Viéndome igualado con el más célebre de los antiguos,- El Padre de la Ciudad eterna! Esta gloria pertenece de derecho a los Creadores de las Naciones, que, siendo sus primeros bienhechores, han debido recibir recompensas inmortales; mas la mía, además de inmortal tiene el mérito de ser gratuita por no merecida. ¿Dónde está la república, dónde la ciudad que yo he fundado? Vuestra munificencia, dedicándome una nación, se ha adelantado a todos mis servicios; y es infinitamente superior a cuantos bienes pueden hacernos los hombres.
Mi desesperación se aumenta al contemplar la inmensidad de vuestro premio, porque después de haber agotado los talentos, las virtudes, el genio mismo del más grande de los héroes, todavía sería yo indigno de merecer el hombre que habéis querido daros, ¡el mío!!! ¡Hablaré yo de gratitud, cuando ella no alcanzará jamás a expresar ni débilmente lo que experimento por vuestra bondad que, como la de Dios, pasa todos límites! Sí: sólo Dios tenía potestad para llamar a esa tierra Bolivia... ¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad, que al recibirla vuestro arrobo, no vio nada que fuera igual a su valor. No hallando vuestra embriaguez una demostración adecuada a la vehemencia de sus sentimientos, arrancó vuestro nombre, y dio el mío a todas vuestras generaciones. Esto, que es inaudito en la historia de los siglos, lo es aún más en la de los desprendimientos sublimes. Tal rasgo mostrará a los tiempos que están en el pensamiento del Eterno, lo que anhelabais la posesión de vuestros derechos, que es la posesión de ejercer las virtudes políticas, de adquirir los talentos luminosos, y el goce de ser hombres. Este rasgo, repito, probará que vosotros érais acreedores a obtener la gran bendición del Cielo —la Soberanía del Pueblo— única autoridad legítima de las Naciones.
Legisladores, felices vosotros que presidís los destinos de una República que ha nacido coronada con los laureles de Ayacucho, y que debe perpetuar su existencia dichosa bajo las leyes que dicte vuestra sabiduría, en la calma que ha dejado la tempestad de la Guerra.
Lima, 25 de mayo de 1826.
Bolivar en Perú...
El Libertador encontró divididos los ánimos en partidos; unos por el congreso y otros por el presidente Riva-Agüero, causando graves perjuicios con tan escandalosas desavenencias, cuyos estragos sólo pudo contener la autoridad suprema que se había conferido a Sucre, quien en calidad de ministro plenipotenciario de Colombia había sido enviado a Lima, y que ya se hallaba encargado del mando en jefe del ejército unido libertador del Perú.
El presidente había disuelto arbitrariamente el congreso por medio de un decreto en que se declaraba ser, no sólo inútil, sino perjudicial su reunión en aquellas circunstancias. El congreso, no obstante, pudo volverse a reunir en Lima, cuando acababan de retirarse de allí las tropas españolas del general Canterac. Reunido el congreso, nombró presidente de la república a don José Bernardo Tagle, y depuso a Riva-Agüero, quien despreció tal resolución, apoyado en las tropas que tenía bajo su mando, y se declaró en guerra contra el congreso.
Esta era la situación del Perú a la llegada del Libertador, a quien el congreso autorizó para poner fin a las desaveniencias usando de los medios que tuviese por conveniente. En 10 del mismo mes de septiembre sancionó el congreso otro decreto confiriendo al Libertador la suprema autoridad militar en toda la república con facultades extraordinarias; e igualmente la autoridad política directorial, para solicitar recursos y auxilios, así dentro del territorio peruano como en el extranjero (véase el número 33) Pero el país estaba en un estado deplorable can sus divisiones; falto de recursos; desmoralizado, y sus pueblos cansados con el desorden. Sin embargo, Bolívar había dicho al congreso en la sesión a que fue admitido "Señor: yo ofrezco la victoria, confiado en el valor del ejército unido y en la buena fe del congreso poder ejecutivo y pueblo peruano; así el Perú quedará independiente y soberano por todos los siglos de existencia que la Providencia divina le señale".
El Libertador, sólo encontró en Lima dos batallones de infantería y un escuadrón de caballería de Buenos Aires; dos cuadros de infantería y un escuadrón de peruanos. Del resto del ejército una parte estaba con Sucre sobre la cordillera, y otra con Riva-Agüero en rebelión contra el gobierno peruano. Las tropas españolas se habían dirigido todas sobre el general Santa Cruz, quien en la Paz y Oruro había logrado reunir cerca de siete mil hombres, y sobre a general Sucre, quien en Arequipa mandaba tres mil cuatrocientos; Santa Cruz perdió toda su gente en operaciones mal dirigidas por querer evitar la autoridad de Sucre y obrar por sí, para ganarse solo los laureles del triunfo. Cuando ya Santa Cruz se vio en tan mal estado, escribió a Sucre llamándolo desde Oruro, para que se uniesen en el Desaguadero; mas no hallando en aquel punto a Sucre, continuó la retirada con los restos de su ejército, que se le iba dispersando, hasta que en Santa Rosa concluyó la disolución, no quedando más que seiscientos hombres con que se retiró sobre Moquehua.
Sabiendo Sucre la dispersión del ejército pe ruano, retiró su gente a Cangallo y pasó a Monquehua solo, a ponerse de acuerdo con Santa Cruz; más se halló con que las fuerzas que debía haber allí reunidas, eran en número insignificante y completamente desmoralizadas, y lo peor de todo, Santa Cruz se había convertido en partidario de Riva Agüero. En tal situación, ya Sucre no debió pensar en otra cosa que en salvar la división, y fue lo que logró hacer en Quilca, y pasó después a Pisco. El Libertador le mandó órdenes para hacer marchar la caballería por tierra hacia Lima, y la infantería por mar a la costa del norte, a desembarcar en Barrancas, donde debía reunirse con el resto del ejército colombiano que se hallaba en marcha. Al mismo tiempo ofició el Libertador al gobierno de Colombia pidiéndole tres mil veteranos más. Con Riva-Agüero estaba en negociaciones de paz, que debían verificarse con su sometimiento al gobierno, pero todo se iba en palabras, hasta que el Libertador comprendió, y supo positivamente, que Riva-Agüero y su ministro de guerra, don Ramón Herrera 1 , estaba en negociaciones con los españoles para establecer una monarquía en el Perú.
Bien cerciorado de este plan el Libertador, determinó obrar activamente, y se puso en marcha con la tropa colombiana y con dos cuerpos peruanos. En Patibilica se dictaron todas las disposiciones para pasar la cordillera, e intimó a Riva-Agüero que se sometiese al gobierno legítimo con las fuerzas que estaban bajo sus órdenes, dándole por su parte toda clase de seguridades. En Huaras se hallaba la mayor parte de las fuerzas de Riva-Agüero, mandadas por el coronel don Remigio Silva, quien se retiró hacia Cajamarca al saber que se acercaban las tropas del Libertador. Este envió inmediatamente un comisionado del ejército a tratar con los jefes que mandaban las tropas disidentes, persuadiéndolos sobre la necesidad de unirse todos, para sostener la independencia del Perú. De aquellos jefes, unos se sometieron al gobierno con la tropa, y otros fueron a ocultarse hacia el Marañón.
En estas circunstancias, el coronel Antonio Gutiérrez de Fuentes hizo una revelación en Trujillo con el objeto de impedir los planes de Riva-Agüero de que estaba perfectamente impuesto. Este jefe, a la cabeza del escuadrón Coraceros, entró a Trujillo en la mañana del 25 de noviembre, y prendió a Riva-Agüero y a sus amigos, convocó cabildo abierto, que aprobó su conducta, y se le confió el mando del departamento hasta la terminación del gobierno legítimo. La primera medida que tomó Fuentes fue mandar a Riva-Agüero y a su secretario Herrera preso a Guayaquil. El Libertador mandó orden a Guayaquil para que los pusieran en libertad y salieran para un país extranjero.
Después de esto, el general Sucre, resuelto a hacerse cargo del mando del ejército unido, se acantonó en la provincia de Andahuailas, y el Libertador siguió hasta Cajamarca con el estado mayor general, y allí dio todas sus disposiciones para la organización del ejército peruano, trasladándose luégo a Trujillo. Aquí meditaba sobre su plan de libertad al Perú; pero la situación era triste. A cada momento se presentaban embarazos y dificultades; aún había restos de la facción de Riva-Agüero, que hostilizaban al gobierno y de consiguiente embarazaban en parte las medidas que debieran tomarse. Una fuerza de dos mil quinientos hombres que se esperaba en Chile, enviada por aquel gobierno en auxilio del Perú, no se logró por accidentes particulares que le hicieron regresar a Coquimbo. Así se vio el Libertador sólo con sus colombianos, privado de aquel recurso con que contaba para llevar a cabo la independencia del Perú, disputada por un ejército aguerrido de más de veinte mil hombres, mandados por excelentes jefes españoles que contaban con recursos y con partidarios en los pueblos, que se hallaban cansados con las disensiones domésticas. También se acababan de perder trescientos buenos caballos chilenos que venían para la caballería, los cuales llegados al puerto de Arica, el comandante del buque en que venían los hizo degollar y arrojar al mar, por no tener forrajes a bordo y temer que cayeran en manos de los españoles.
En esta situación escribió el Libertador desde Trujillo al gobierno de Colombia con fecha 22 de diciembre de 1823, manifestando el estado de las cosas y la guerra que de nuevo tendría que sostener Colombia contra los españoles si se les dejaba adueñarse del Perú. Recomendaba, pues, con todo encarecimiento al vicepresidente que sometiera a la consideración del congreso su exposición para que accediera al envío de nueve mil hombres, sobre los tres mil que ya estaban navegando. Pedía el Libertador con especialidad se le mandaran, por lo menos, mil lanceros de los Llanos, de esos admirables jinetes de que no se tenía idea en el Perú.
Después de esto, el Libertador se dirigió a Lima y se estableció en Patibilca, donde enfermó gravemente de una irritación en el estómago y fiebre ardiente. Las fatigas militares, los fuertes soles de aquellos ardientes arenales y las penas del espíritu en presencia de un comprometimiento en que iba todo su honor y el de Colombia, cual era el de libertar al Perú, cuando por todas partes se veía rodeado de inconvenientes y de dificultades, todo esto era preciso que produjese un mal tan grave, como aquel, que lo mantuvo postrado en cama desde el 1° de enero hasta el 8 en que empezó a ceder la enfermedad, quedando en tal extenuación que semejaba un cadáver, o más bien un esqueleto de hombre. Su cabeza estaba enteramente débil y su imaginación no dejaba de estar atormentada con tantos y tan negros cuidados. En tal situación lo halló su amigo el señor Joaquín Mosquera quien sabedor del peligro en que se encontraba el hombre en quien estaban fincadas todas las esperanzas de la América del Sur, voló a asistirle y prestarle cuantos auxilios pudiera. Es preciso oir hablar sobre esto al mismo señor Mosquera, en una carta suyas hacía la pintura del estado en que halló al Libertador de convaleciente: "Estaba, dice, sentado en una pobre silla de vaqueta recostado contra la pared de un pequeño huerto; atada la cabeza con un pañuelo blanco y sus pantalones de guin, que me dejaban ver sus dos rodillas puntiagudas sus piernas descarnadas, voz hueca y débil y su semblante cadavérico".
Este era el estado del hombre a quien estaba encomendada la empresa de arrojar del Perú un ejército de veinte mil hombres, después de todas las pérdidas y desgracias acaecidas, entre ellas, quizá la más sensible, la baja de cerca de tres mil sol dados en que enfermedades y deserciones había sufrido el ejército colombiano. Aún no sabía si podía contar con los auxilios pedidos a Colombia; esto era capaz de arruinar el espíritu más fuerte y de desalentar al hombre de más corazón. Mosquera contemplando todo esto y la situación de Bolívar, le pregunta:-"¿Y qué piensa usted hacer ahora?".
-"Triunfar", responde el hombre exánime.
-"¿Yqué hace usted para triunfar?".
-"Tengo dadas las órdenes para levantar una fuerte caballería en el departamento de Trujillo: he mandado fabricar herraduras en Cuenca, en Guayaquil y Trujillo: he ordenado que se tomen, para el servicio militar, todos los caballos buenos del servicio del país, y he embargado todos los alfalfares para mantenerlos gordos. Luégo que recupere mis fuerzas me iré a Trujillo. Si los españoles bajan de la cordillera a buscarme, infaliblemente los derroto con la caballería. Si no bajan, dentro de tres meses tendré una fuerza para atacar: subiré a la cordillera y derrotaré a los españoles que están en Jauja".
El Libertador dirigió en el mes de enero un oficio al gobierno de Colombia, juntamente con una representación al congreso, en que renunciaba la presidencia y la pensión anual de treinta mil pesos que por un decreto acababa de asignarle dicho cuerpo.
Había llegado a sus manos un oficio que los diputados de Quito habían dirigido al cabildo de esta ciudad, pidiendo documentos para acusar ante el congreso a las autoridades, de cuyos abusos se quejaban. Entre otras cosas decían los diputa dos a los municipales de Quito, que estuvieran seguros de que en el congreso tenían representantes de tanto carácter que acusarían al mismo presidente de la república si fuese necesario. Como las autoridades de Quito habían sido nombradas por el Libertador con facultades extraordinarias, las suceptibilidades de éste no dejaron de resentirse un poco, en el estado en que su salud se hallaba; creyendo ser contra él principalmente la acusación que se intentaba. Por eso en la renuncia decía, entre otras cosas: "Además mientras que el reconocimiento de los pueblos ha compensado exuberantemente mi consagración al servicio militar, he podido soportar la carga de tan enorme peso; mas ahora que los frutos de la paz empiezan a embriagar a estos mismos pueblos, también es tiempo de alejarme del horrible peligro de las disensiones civiles y de poner a salvo mi único tesoro: mi reputación. Yo, pues, renuncio por la última vez la presidencia de Colombia: jamás la he ejercido; así, pues, no puedo hacer la menor falta. Si la patria necesita de un soldado, siempre me tendrá pronto para defender su causa. No podré encarecer a V. E. el vehemente anhelo que me anima para obtener esta gracia del congreso, y debo añadir, que no ha mucho tiempo que el protector del Perú me ha dado un terrible ejemplo, y será grande mi dolor si tuviere que imitarle.
La pensión de treinta mil pesos la renunciaba porque decía no necesitar de ella para vivir y que el tesoro público estaba exhausto. El congreso del año siguiente consideró la renuncia, según veremos luégo.
Trató el libertador de ver si por vía de negociaciones con los jefes españoles detenía un poco sus operaciones, ínter recibía auxilios de Colombia, y con tal objeto se dirigió al presidente Torretagle. De acuerdo con éste, fue a tratar con el virrey Laserna el ministro de la guerra del Perú don Juan Berindoaga. Este logró llegar hasta Jauja y allí trató con el brigadier Loriga autorizado por Laserna; pero nada se adelantó con esta negociación, sino poner la causa del Perú a punto de perderse; porque vino a averiguarse que el tal comisionado por parte del presidente del Perú, no había ido sino con la comisión de éste para vender su patria y sacrificar el ejército colombiano.
No se veían en el Perú más que traiciones; así fue entregada en esos mismos días la plaza del Callao a los españoles.
Estaba de guarnición en ella el batallón Vargas de la guardia colombiana, el cual tuvo órdenes para marchar a Cajatambo. Entraron en su relevo fuerzas argentinas y chilenas que mandaba el general Alvarado. Estas tropas sufrían la miseria; pero como no tenían la resignación de las colombianas, se dejaron seducir por algunos sargentos y cabos, sobre quienes ejercía influencia el sargento Dámaso Moyano, que según se creía, estaba de acuerdo con los realistas.
El 5 de febrero (1824) sorprendieron al comandante de la plaza, general Alvarado, y lo redujeron a prisión; lo mismo que al comandante de Marín Vivero y a todos los oficiales. El pretexto que alegaban era el estado de necesidad en que se hallaban; que no recibían raciones; que los oficiales trataban mal a la tropa y que querían se les trasladase a Chile y Buenos Aires. Pero bien pronto se vio cuál era el verdadero motivo de la sublevación porque antes de veinte y cuatro horas ya estaba enarbolado el pabellón español en la fortaleza del Callao y puestos en libertad todos los realistas que estaban presos; entre los cuales se hallaban el general Casarriego, que tomó el mando con el sargento Moyano a quien Laserna mandó inmediatamente al despacho del coronel efectivo. Así premiaban los liberales españoles la traición de un modo tan espléndido como inmoral; porque no es conforme con los principios de moral premiar las malas acciones que nos son favorables, porque esto sería profesar la doctrina, condenada por el cristianismo, de que el fin justifica los medios. Los que siquiera tienen respeto por la moral, pagan de otro modo esos servicios para no dar escándalo 2 . Este coronel del ejército español pidió luégo al gobierno del Perú cien mil pesos por volver a entregarle la plaza del Callao y por no haberlos en el tesoro, no verificó este traidor la entrega. El debía creer que las traiciones eran no sólo lícitas sino laudables y dignas de recompensa según la moralidad de los jefes españoles. La plaza fue ocupada, al concluír el mes, por tres mil hombres, al mando del brigadier Monet y del general Rodil, que había bajado de Jauja.
La pérdida del Callao aumentó las dificultades al Libertador, que careciendo aún de los recursos necesarios para llevar a cabo la independencia del Perú, se encontraba, por esta desgracia, con la pérdida de los almacenes del Callao, que contenían un gran depósito de armas, municiones y demás elementos de guerra. Todo lo que perdía el ejército libertador lo ganaba el enemigo, que aumentaba en fuerzas cada día.
El Libertador instó nuevamente al gobierno de Colombia por prontos auxilios. Pedía catorce o diez y seis mil hombres, entre los cuales debían contarse mil lanceros del Llano; dos millones de pesos; buenos oficiales de marina; jarcia, lona, hierro y otros aparejos para los buques; fusiles, vestuario, equipo y demás elementos de guerra. Pero el gobierno no podía disponer nada de esto sin que el congreso lo decretara, y éste aún no se había reunido. Así le contestó el vicepresidente al Libertador y aumentó las penas de su espíritu, porque veía venir sobre sí una gran tormenta, sin tener las fuerzas suficientes para resistirlas, siéndole imposible la retirada para salvar siquiera el ejército colombiano, teniendo que atravesar inmensos desiertos de arenales. ¡Situación espantosa!, ¡en que veía comprometido el honor de Colombia y el suyo propio!
Por ese mismo tiempo era que s lidiaba con los pastusos encabezados por Agualongo, y cu ya noticia hemos anticipado por no interrumpir la narración de las últimas campañas de Pasto; y este era otro cuidado que atormentaba el espíritu del Libertador. Así, al mismo tiempo que escribía al vicepresidente de Colombia pidiéndole auxilios para el Perú, le comunicaba sus instrucciones sobre el modo de manejar las cosas de Pasto.
En este estado, el congreso del Perú sancionó un decreto con fecha 10 de febrero, en que le nombraba dictador con todas las facultades indispensables para salvar la patria y cuyas funciones debería ejercer hasta que juzgase no ser necesarias y convocase un congreso constitucional (véase el número 34). El congreso se disolvió después de dar este decreto, que fue comunicado al Libertador in mediatamente, quien empezó a ejercer sus funciones desde el 13 del mismo mes, dando principio por dirigir a los peruanos una proclama en que decía:
"¡Peruanos! Las circunstancias son horribles para vuestra patria y vosotros lo sabéis; pero no desesperéis de la república; ella está expirando, pero no ha muerto aún. El ejército de Colombia está todavía intacto y es invencible. Esperamos además diez mil bravos que vienen de la patria de los héroes de Colombia. ¿Queréis más esperanzas? Peruanos! En cinco meses hemos experimentado cinco traiciones y defecciones; pero os quedan contra millón y medio de enemigos, catorce millones de americanos que os cubrirán con el escudo de sus armas. La justicia también os favorece, y cuando se combate por ella, el cielo no deja de conceder la victoria".
Inmediatamente envió el Libertador a Lima al general argentino don Mariano Necochea, para que antes de que fuera invadida por los españoles salvase todo cuanto pudiese. Lima estaba en anarquía, porque los principales magistrados se habían hecho al bando de los españoles los demás empleados habían abandonado sus destinos y del mismo modo los militares y Torretagle había llamado a los españoles para que ocupasen aquella capital, dando al mismo tiempo una proclama en que trataba al Libertador de tirano y de monstruo, enemigo de los hombres de bien y de cuantos se oponían a sus miras ambiciosas, y concluía excitando a los peruanos a unirse con él a los españoles.
Estos entraron en Lima el 27 de febrero, y Necochea se retiró con cuatrocientos hombres. Pasaronse al enemigo multitud de empleados civiles y militares, entre éstos el general Portocarrero. Pasóseles también al Callao un regimiento de Granaderos montados de Buenos Aires. De los oficiales sueltos que había en Lima se presentaron a Rodil ciento cinco. En Supe se sublevaron con su gente los comandantes Navajas y Ezeta, y echando mano a los oficiales patriotas, marcharon para Lima a presentarlos al jefe español. ¿Qué tal situación?...
De este modo había llegado a su colmo la desmoralización peruana, y Bolívar con sus colombianos ya se contemplaba como rodeado de enemigos por todas partes, pues con semejantes ejemplos debía esperar que no quedase un solo peruano que no abandonase la causa de la república. Nunca, jamás, había tenido que hacer frente el Libertador a contratiempos más peligrosos en posición tan aflictiva y desesperada. Pero tenía alma grande y buena cabeza; y no todos los hombres influyentes del Perú siguieron el ejemplo de los traidores, sino que por el contrario, se dedicaron con empeño a mantener la Opinión de los pueblos en favor del Libertador. Este resolvió pasar de Patibilca a Trujillo, y allí dio una proclama en que Contestando a la de Torretagle decía:
"¡Peruanos! Vuestros jefes, vuestros internos enemigos, han calumniado a Colombia, a sus bravos y a mí mismo. Se ha dicho que pretendemos usurpar vuestros derechos, vuestro territorio y vuestra independencia. Yo os declaro a nombre de Colombia, y por el sagrado del ejército libertador, que mi autoridad no pasará del tiempo indispensable para prepararnos a la victoria; que al acto de partir el ejército que actualmente lo ocupa, seréis gobernados constitucionalmente por vuestras leyes y por vuestros magistrados.
"¡Peruanos! El campo de batalla que sea testigo del valor de vuestros soldados, del triunfo de vuestra libertad, ese campo afortunado me verá arrojar de la mano la palma de la dictadura; y de allí me volveré a Colombia con mis hermanos de armas, sin tomar un grano de arena del Perú dejándoos la libertad".
Estaban ya los españoles en disposición de abrir campaña sobre el Libertador. El general Canterac podía contar con catorce mil hombres, cuando aquél no contaba sino con siete mil, y de éstos sólo podía tener una total confianza en los colombianos. Pero en estas circunstancias entraron los realistas en grandes disensiones. El general don Pedro Antonio Olañata tenía motivos de queja contra él, y empezó a mirar en menos su autoridad. El virrey trató de contenerlo y entonces se alzó con el Alto Perú, diciendo que Laserna y sus genera les eran intrusos, porque habiéndose restablecido ya por ese tiempo el rey absoluto de España, ellos se mantenían de constitucionales: y para dar fuerza a sus razones hizo la jura del rey absoluto; lo que igualmente ejecutó el virrey para desmentir al otro, y que por ese lado no le quitase partido. Pero esto de nada le sirvió, porque Olañeta se le independizó con el Alto Perú. Laserna le declaró la guerra, mandó tropas sobre él, y con esta distracción el Libertador tuvo tiempo no sólo para prepararse a resistir al enemigo, sino para ir a buscarlo y darle combate.
En dos meses, haciendo uso de las facultades que se le habían conferido, y auxiliado por la opinión de los pueblos, que había sabido ganarse, logró organizar perfectamente el ejército, que aumentó hasta el pie de nueve mil quinientos hombres. En este estado dio las órdenes para marchar hacia Pasco, al otro lado de la cordillera de los Andes, donde debían reunirse todos los cuerpos que se hallaban situados en diversas partes. Emprendióse la marcha a principios de mayo. El general Lamar mandaba en jefe las tropas peruanas: la primera división colombia iba a las órdenes del general Jacinto Lara y la segunda a las del general José María Córdoba. El general Necochea mandaba toda la caballería. El general Santa Cruz era el jefe del estado mayor general libertador y Sucre general en jefe del ejército unido, bajo las órdenes del Libertador. El ministro general para todos los negocios políticos y civiles era don Juan Sánchez Carrión.
El ejército constaba de once batallones de infantería; siete eran Colombianos y cuatro peruanos: de dos regimientos y cinco escuadrones de caballería con seis piezas de artillería volante. Los cuerpos colombianos eran: los batallones Caracas, Pichincha, Voltígeros, Bogotá, Rifles, Vencedor y Vargas. Un regimienta de granadero y tres escuadrones de caballería.
El presidente había disuelto arbitrariamente el congreso por medio de un decreto en que se declaraba ser, no sólo inútil, sino perjudicial su reunión en aquellas circunstancias. El congreso, no obstante, pudo volverse a reunir en Lima, cuando acababan de retirarse de allí las tropas españolas del general Canterac. Reunido el congreso, nombró presidente de la república a don José Bernardo Tagle, y depuso a Riva-Agüero, quien despreció tal resolución, apoyado en las tropas que tenía bajo su mando, y se declaró en guerra contra el congreso.
Esta era la situación del Perú a la llegada del Libertador, a quien el congreso autorizó para poner fin a las desaveniencias usando de los medios que tuviese por conveniente. En 10 del mismo mes de septiembre sancionó el congreso otro decreto confiriendo al Libertador la suprema autoridad militar en toda la república con facultades extraordinarias; e igualmente la autoridad política directorial, para solicitar recursos y auxilios, así dentro del territorio peruano como en el extranjero (véase el número 33) Pero el país estaba en un estado deplorable can sus divisiones; falto de recursos; desmoralizado, y sus pueblos cansados con el desorden. Sin embargo, Bolívar había dicho al congreso en la sesión a que fue admitido "Señor: yo ofrezco la victoria, confiado en el valor del ejército unido y en la buena fe del congreso poder ejecutivo y pueblo peruano; así el Perú quedará independiente y soberano por todos los siglos de existencia que la Providencia divina le señale".
El Libertador, sólo encontró en Lima dos batallones de infantería y un escuadrón de caballería de Buenos Aires; dos cuadros de infantería y un escuadrón de peruanos. Del resto del ejército una parte estaba con Sucre sobre la cordillera, y otra con Riva-Agüero en rebelión contra el gobierno peruano. Las tropas españolas se habían dirigido todas sobre el general Santa Cruz, quien en la Paz y Oruro había logrado reunir cerca de siete mil hombres, y sobre a general Sucre, quien en Arequipa mandaba tres mil cuatrocientos; Santa Cruz perdió toda su gente en operaciones mal dirigidas por querer evitar la autoridad de Sucre y obrar por sí, para ganarse solo los laureles del triunfo. Cuando ya Santa Cruz se vio en tan mal estado, escribió a Sucre llamándolo desde Oruro, para que se uniesen en el Desaguadero; mas no hallando en aquel punto a Sucre, continuó la retirada con los restos de su ejército, que se le iba dispersando, hasta que en Santa Rosa concluyó la disolución, no quedando más que seiscientos hombres con que se retiró sobre Moquehua.
Sabiendo Sucre la dispersión del ejército pe ruano, retiró su gente a Cangallo y pasó a Monquehua solo, a ponerse de acuerdo con Santa Cruz; más se halló con que las fuerzas que debía haber allí reunidas, eran en número insignificante y completamente desmoralizadas, y lo peor de todo, Santa Cruz se había convertido en partidario de Riva Agüero. En tal situación, ya Sucre no debió pensar en otra cosa que en salvar la división, y fue lo que logró hacer en Quilca, y pasó después a Pisco. El Libertador le mandó órdenes para hacer marchar la caballería por tierra hacia Lima, y la infantería por mar a la costa del norte, a desembarcar en Barrancas, donde debía reunirse con el resto del ejército colombiano que se hallaba en marcha. Al mismo tiempo ofició el Libertador al gobierno de Colombia pidiéndole tres mil veteranos más. Con Riva-Agüero estaba en negociaciones de paz, que debían verificarse con su sometimiento al gobierno, pero todo se iba en palabras, hasta que el Libertador comprendió, y supo positivamente, que Riva-Agüero y su ministro de guerra, don Ramón Herrera 1 , estaba en negociaciones con los españoles para establecer una monarquía en el Perú.
Bien cerciorado de este plan el Libertador, determinó obrar activamente, y se puso en marcha con la tropa colombiana y con dos cuerpos peruanos. En Patibilica se dictaron todas las disposiciones para pasar la cordillera, e intimó a Riva-Agüero que se sometiese al gobierno legítimo con las fuerzas que estaban bajo sus órdenes, dándole por su parte toda clase de seguridades. En Huaras se hallaba la mayor parte de las fuerzas de Riva-Agüero, mandadas por el coronel don Remigio Silva, quien se retiró hacia Cajamarca al saber que se acercaban las tropas del Libertador. Este envió inmediatamente un comisionado del ejército a tratar con los jefes que mandaban las tropas disidentes, persuadiéndolos sobre la necesidad de unirse todos, para sostener la independencia del Perú. De aquellos jefes, unos se sometieron al gobierno con la tropa, y otros fueron a ocultarse hacia el Marañón.
En estas circunstancias, el coronel Antonio Gutiérrez de Fuentes hizo una revelación en Trujillo con el objeto de impedir los planes de Riva-Agüero de que estaba perfectamente impuesto. Este jefe, a la cabeza del escuadrón Coraceros, entró a Trujillo en la mañana del 25 de noviembre, y prendió a Riva-Agüero y a sus amigos, convocó cabildo abierto, que aprobó su conducta, y se le confió el mando del departamento hasta la terminación del gobierno legítimo. La primera medida que tomó Fuentes fue mandar a Riva-Agüero y a su secretario Herrera preso a Guayaquil. El Libertador mandó orden a Guayaquil para que los pusieran en libertad y salieran para un país extranjero.
Después de esto, el general Sucre, resuelto a hacerse cargo del mando del ejército unido, se acantonó en la provincia de Andahuailas, y el Libertador siguió hasta Cajamarca con el estado mayor general, y allí dio todas sus disposiciones para la organización del ejército peruano, trasladándose luégo a Trujillo. Aquí meditaba sobre su plan de libertad al Perú; pero la situación era triste. A cada momento se presentaban embarazos y dificultades; aún había restos de la facción de Riva-Agüero, que hostilizaban al gobierno y de consiguiente embarazaban en parte las medidas que debieran tomarse. Una fuerza de dos mil quinientos hombres que se esperaba en Chile, enviada por aquel gobierno en auxilio del Perú, no se logró por accidentes particulares que le hicieron regresar a Coquimbo. Así se vio el Libertador sólo con sus colombianos, privado de aquel recurso con que contaba para llevar a cabo la independencia del Perú, disputada por un ejército aguerrido de más de veinte mil hombres, mandados por excelentes jefes españoles que contaban con recursos y con partidarios en los pueblos, que se hallaban cansados con las disensiones domésticas. También se acababan de perder trescientos buenos caballos chilenos que venían para la caballería, los cuales llegados al puerto de Arica, el comandante del buque en que venían los hizo degollar y arrojar al mar, por no tener forrajes a bordo y temer que cayeran en manos de los españoles.
En esta situación escribió el Libertador desde Trujillo al gobierno de Colombia con fecha 22 de diciembre de 1823, manifestando el estado de las cosas y la guerra que de nuevo tendría que sostener Colombia contra los españoles si se les dejaba adueñarse del Perú. Recomendaba, pues, con todo encarecimiento al vicepresidente que sometiera a la consideración del congreso su exposición para que accediera al envío de nueve mil hombres, sobre los tres mil que ya estaban navegando. Pedía el Libertador con especialidad se le mandaran, por lo menos, mil lanceros de los Llanos, de esos admirables jinetes de que no se tenía idea en el Perú.
Después de esto, el Libertador se dirigió a Lima y se estableció en Patibilca, donde enfermó gravemente de una irritación en el estómago y fiebre ardiente. Las fatigas militares, los fuertes soles de aquellos ardientes arenales y las penas del espíritu en presencia de un comprometimiento en que iba todo su honor y el de Colombia, cual era el de libertar al Perú, cuando por todas partes se veía rodeado de inconvenientes y de dificultades, todo esto era preciso que produjese un mal tan grave, como aquel, que lo mantuvo postrado en cama desde el 1° de enero hasta el 8 en que empezó a ceder la enfermedad, quedando en tal extenuación que semejaba un cadáver, o más bien un esqueleto de hombre. Su cabeza estaba enteramente débil y su imaginación no dejaba de estar atormentada con tantos y tan negros cuidados. En tal situación lo halló su amigo el señor Joaquín Mosquera quien sabedor del peligro en que se encontraba el hombre en quien estaban fincadas todas las esperanzas de la América del Sur, voló a asistirle y prestarle cuantos auxilios pudiera. Es preciso oir hablar sobre esto al mismo señor Mosquera, en una carta suyas hacía la pintura del estado en que halló al Libertador de convaleciente: "Estaba, dice, sentado en una pobre silla de vaqueta recostado contra la pared de un pequeño huerto; atada la cabeza con un pañuelo blanco y sus pantalones de guin, que me dejaban ver sus dos rodillas puntiagudas sus piernas descarnadas, voz hueca y débil y su semblante cadavérico".
Este era el estado del hombre a quien estaba encomendada la empresa de arrojar del Perú un ejército de veinte mil hombres, después de todas las pérdidas y desgracias acaecidas, entre ellas, quizá la más sensible, la baja de cerca de tres mil sol dados en que enfermedades y deserciones había sufrido el ejército colombiano. Aún no sabía si podía contar con los auxilios pedidos a Colombia; esto era capaz de arruinar el espíritu más fuerte y de desalentar al hombre de más corazón. Mosquera contemplando todo esto y la situación de Bolívar, le pregunta:-"¿Y qué piensa usted hacer ahora?".
-"Triunfar", responde el hombre exánime.
-"¿Yqué hace usted para triunfar?".
-"Tengo dadas las órdenes para levantar una fuerte caballería en el departamento de Trujillo: he mandado fabricar herraduras en Cuenca, en Guayaquil y Trujillo: he ordenado que se tomen, para el servicio militar, todos los caballos buenos del servicio del país, y he embargado todos los alfalfares para mantenerlos gordos. Luégo que recupere mis fuerzas me iré a Trujillo. Si los españoles bajan de la cordillera a buscarme, infaliblemente los derroto con la caballería. Si no bajan, dentro de tres meses tendré una fuerza para atacar: subiré a la cordillera y derrotaré a los españoles que están en Jauja".
El Libertador dirigió en el mes de enero un oficio al gobierno de Colombia, juntamente con una representación al congreso, en que renunciaba la presidencia y la pensión anual de treinta mil pesos que por un decreto acababa de asignarle dicho cuerpo.
Había llegado a sus manos un oficio que los diputados de Quito habían dirigido al cabildo de esta ciudad, pidiendo documentos para acusar ante el congreso a las autoridades, de cuyos abusos se quejaban. Entre otras cosas decían los diputa dos a los municipales de Quito, que estuvieran seguros de que en el congreso tenían representantes de tanto carácter que acusarían al mismo presidente de la república si fuese necesario. Como las autoridades de Quito habían sido nombradas por el Libertador con facultades extraordinarias, las suceptibilidades de éste no dejaron de resentirse un poco, en el estado en que su salud se hallaba; creyendo ser contra él principalmente la acusación que se intentaba. Por eso en la renuncia decía, entre otras cosas: "Además mientras que el reconocimiento de los pueblos ha compensado exuberantemente mi consagración al servicio militar, he podido soportar la carga de tan enorme peso; mas ahora que los frutos de la paz empiezan a embriagar a estos mismos pueblos, también es tiempo de alejarme del horrible peligro de las disensiones civiles y de poner a salvo mi único tesoro: mi reputación. Yo, pues, renuncio por la última vez la presidencia de Colombia: jamás la he ejercido; así, pues, no puedo hacer la menor falta. Si la patria necesita de un soldado, siempre me tendrá pronto para defender su causa. No podré encarecer a V. E. el vehemente anhelo que me anima para obtener esta gracia del congreso, y debo añadir, que no ha mucho tiempo que el protector del Perú me ha dado un terrible ejemplo, y será grande mi dolor si tuviere que imitarle.
La pensión de treinta mil pesos la renunciaba porque decía no necesitar de ella para vivir y que el tesoro público estaba exhausto. El congreso del año siguiente consideró la renuncia, según veremos luégo.
Trató el libertador de ver si por vía de negociaciones con los jefes españoles detenía un poco sus operaciones, ínter recibía auxilios de Colombia, y con tal objeto se dirigió al presidente Torretagle. De acuerdo con éste, fue a tratar con el virrey Laserna el ministro de la guerra del Perú don Juan Berindoaga. Este logró llegar hasta Jauja y allí trató con el brigadier Loriga autorizado por Laserna; pero nada se adelantó con esta negociación, sino poner la causa del Perú a punto de perderse; porque vino a averiguarse que el tal comisionado por parte del presidente del Perú, no había ido sino con la comisión de éste para vender su patria y sacrificar el ejército colombiano.
No se veían en el Perú más que traiciones; así fue entregada en esos mismos días la plaza del Callao a los españoles.
Estaba de guarnición en ella el batallón Vargas de la guardia colombiana, el cual tuvo órdenes para marchar a Cajatambo. Entraron en su relevo fuerzas argentinas y chilenas que mandaba el general Alvarado. Estas tropas sufrían la miseria; pero como no tenían la resignación de las colombianas, se dejaron seducir por algunos sargentos y cabos, sobre quienes ejercía influencia el sargento Dámaso Moyano, que según se creía, estaba de acuerdo con los realistas.
El 5 de febrero (1824) sorprendieron al comandante de la plaza, general Alvarado, y lo redujeron a prisión; lo mismo que al comandante de Marín Vivero y a todos los oficiales. El pretexto que alegaban era el estado de necesidad en que se hallaban; que no recibían raciones; que los oficiales trataban mal a la tropa y que querían se les trasladase a Chile y Buenos Aires. Pero bien pronto se vio cuál era el verdadero motivo de la sublevación porque antes de veinte y cuatro horas ya estaba enarbolado el pabellón español en la fortaleza del Callao y puestos en libertad todos los realistas que estaban presos; entre los cuales se hallaban el general Casarriego, que tomó el mando con el sargento Moyano a quien Laserna mandó inmediatamente al despacho del coronel efectivo. Así premiaban los liberales españoles la traición de un modo tan espléndido como inmoral; porque no es conforme con los principios de moral premiar las malas acciones que nos son favorables, porque esto sería profesar la doctrina, condenada por el cristianismo, de que el fin justifica los medios. Los que siquiera tienen respeto por la moral, pagan de otro modo esos servicios para no dar escándalo 2 . Este coronel del ejército español pidió luégo al gobierno del Perú cien mil pesos por volver a entregarle la plaza del Callao y por no haberlos en el tesoro, no verificó este traidor la entrega. El debía creer que las traiciones eran no sólo lícitas sino laudables y dignas de recompensa según la moralidad de los jefes españoles. La plaza fue ocupada, al concluír el mes, por tres mil hombres, al mando del brigadier Monet y del general Rodil, que había bajado de Jauja.
La pérdida del Callao aumentó las dificultades al Libertador, que careciendo aún de los recursos necesarios para llevar a cabo la independencia del Perú, se encontraba, por esta desgracia, con la pérdida de los almacenes del Callao, que contenían un gran depósito de armas, municiones y demás elementos de guerra. Todo lo que perdía el ejército libertador lo ganaba el enemigo, que aumentaba en fuerzas cada día.
El Libertador instó nuevamente al gobierno de Colombia por prontos auxilios. Pedía catorce o diez y seis mil hombres, entre los cuales debían contarse mil lanceros del Llano; dos millones de pesos; buenos oficiales de marina; jarcia, lona, hierro y otros aparejos para los buques; fusiles, vestuario, equipo y demás elementos de guerra. Pero el gobierno no podía disponer nada de esto sin que el congreso lo decretara, y éste aún no se había reunido. Así le contestó el vicepresidente al Libertador y aumentó las penas de su espíritu, porque veía venir sobre sí una gran tormenta, sin tener las fuerzas suficientes para resistirlas, siéndole imposible la retirada para salvar siquiera el ejército colombiano, teniendo que atravesar inmensos desiertos de arenales. ¡Situación espantosa!, ¡en que veía comprometido el honor de Colombia y el suyo propio!
Por ese mismo tiempo era que s lidiaba con los pastusos encabezados por Agualongo, y cu ya noticia hemos anticipado por no interrumpir la narración de las últimas campañas de Pasto; y este era otro cuidado que atormentaba el espíritu del Libertador. Así, al mismo tiempo que escribía al vicepresidente de Colombia pidiéndole auxilios para el Perú, le comunicaba sus instrucciones sobre el modo de manejar las cosas de Pasto.
En este estado, el congreso del Perú sancionó un decreto con fecha 10 de febrero, en que le nombraba dictador con todas las facultades indispensables para salvar la patria y cuyas funciones debería ejercer hasta que juzgase no ser necesarias y convocase un congreso constitucional (véase el número 34). El congreso se disolvió después de dar este decreto, que fue comunicado al Libertador in mediatamente, quien empezó a ejercer sus funciones desde el 13 del mismo mes, dando principio por dirigir a los peruanos una proclama en que decía:
"¡Peruanos! Las circunstancias son horribles para vuestra patria y vosotros lo sabéis; pero no desesperéis de la república; ella está expirando, pero no ha muerto aún. El ejército de Colombia está todavía intacto y es invencible. Esperamos además diez mil bravos que vienen de la patria de los héroes de Colombia. ¿Queréis más esperanzas? Peruanos! En cinco meses hemos experimentado cinco traiciones y defecciones; pero os quedan contra millón y medio de enemigos, catorce millones de americanos que os cubrirán con el escudo de sus armas. La justicia también os favorece, y cuando se combate por ella, el cielo no deja de conceder la victoria".
Inmediatamente envió el Libertador a Lima al general argentino don Mariano Necochea, para que antes de que fuera invadida por los españoles salvase todo cuanto pudiese. Lima estaba en anarquía, porque los principales magistrados se habían hecho al bando de los españoles los demás empleados habían abandonado sus destinos y del mismo modo los militares y Torretagle había llamado a los españoles para que ocupasen aquella capital, dando al mismo tiempo una proclama en que trataba al Libertador de tirano y de monstruo, enemigo de los hombres de bien y de cuantos se oponían a sus miras ambiciosas, y concluía excitando a los peruanos a unirse con él a los españoles.
Estos entraron en Lima el 27 de febrero, y Necochea se retiró con cuatrocientos hombres. Pasaronse al enemigo multitud de empleados civiles y militares, entre éstos el general Portocarrero. Pasóseles también al Callao un regimiento de Granaderos montados de Buenos Aires. De los oficiales sueltos que había en Lima se presentaron a Rodil ciento cinco. En Supe se sublevaron con su gente los comandantes Navajas y Ezeta, y echando mano a los oficiales patriotas, marcharon para Lima a presentarlos al jefe español. ¿Qué tal situación?...
De este modo había llegado a su colmo la desmoralización peruana, y Bolívar con sus colombianos ya se contemplaba como rodeado de enemigos por todas partes, pues con semejantes ejemplos debía esperar que no quedase un solo peruano que no abandonase la causa de la república. Nunca, jamás, había tenido que hacer frente el Libertador a contratiempos más peligrosos en posición tan aflictiva y desesperada. Pero tenía alma grande y buena cabeza; y no todos los hombres influyentes del Perú siguieron el ejemplo de los traidores, sino que por el contrario, se dedicaron con empeño a mantener la Opinión de los pueblos en favor del Libertador. Este resolvió pasar de Patibilca a Trujillo, y allí dio una proclama en que Contestando a la de Torretagle decía:
"¡Peruanos! Vuestros jefes, vuestros internos enemigos, han calumniado a Colombia, a sus bravos y a mí mismo. Se ha dicho que pretendemos usurpar vuestros derechos, vuestro territorio y vuestra independencia. Yo os declaro a nombre de Colombia, y por el sagrado del ejército libertador, que mi autoridad no pasará del tiempo indispensable para prepararnos a la victoria; que al acto de partir el ejército que actualmente lo ocupa, seréis gobernados constitucionalmente por vuestras leyes y por vuestros magistrados.
"¡Peruanos! El campo de batalla que sea testigo del valor de vuestros soldados, del triunfo de vuestra libertad, ese campo afortunado me verá arrojar de la mano la palma de la dictadura; y de allí me volveré a Colombia con mis hermanos de armas, sin tomar un grano de arena del Perú dejándoos la libertad".
Estaban ya los españoles en disposición de abrir campaña sobre el Libertador. El general Canterac podía contar con catorce mil hombres, cuando aquél no contaba sino con siete mil, y de éstos sólo podía tener una total confianza en los colombianos. Pero en estas circunstancias entraron los realistas en grandes disensiones. El general don Pedro Antonio Olañata tenía motivos de queja contra él, y empezó a mirar en menos su autoridad. El virrey trató de contenerlo y entonces se alzó con el Alto Perú, diciendo que Laserna y sus genera les eran intrusos, porque habiéndose restablecido ya por ese tiempo el rey absoluto de España, ellos se mantenían de constitucionales: y para dar fuerza a sus razones hizo la jura del rey absoluto; lo que igualmente ejecutó el virrey para desmentir al otro, y que por ese lado no le quitase partido. Pero esto de nada le sirvió, porque Olañeta se le independizó con el Alto Perú. Laserna le declaró la guerra, mandó tropas sobre él, y con esta distracción el Libertador tuvo tiempo no sólo para prepararse a resistir al enemigo, sino para ir a buscarlo y darle combate.
En dos meses, haciendo uso de las facultades que se le habían conferido, y auxiliado por la opinión de los pueblos, que había sabido ganarse, logró organizar perfectamente el ejército, que aumentó hasta el pie de nueve mil quinientos hombres. En este estado dio las órdenes para marchar hacia Pasco, al otro lado de la cordillera de los Andes, donde debían reunirse todos los cuerpos que se hallaban situados en diversas partes. Emprendióse la marcha a principios de mayo. El general Lamar mandaba en jefe las tropas peruanas: la primera división colombia iba a las órdenes del general Jacinto Lara y la segunda a las del general José María Córdoba. El general Necochea mandaba toda la caballería. El general Santa Cruz era el jefe del estado mayor general libertador y Sucre general en jefe del ejército unido, bajo las órdenes del Libertador. El ministro general para todos los negocios políticos y civiles era don Juan Sánchez Carrión.
El ejército constaba de once batallones de infantería; siete eran Colombianos y cuatro peruanos: de dos regimientos y cinco escuadrones de caballería con seis piezas de artillería volante. Los cuerpos colombianos eran: los batallones Caracas, Pichincha, Voltígeros, Bogotá, Rifles, Vencedor y Vargas. Un regimienta de granadero y tres escuadrones de caballería.
Mi Delirio sobre el Chimborazo
Yo venía envuelto en el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir al atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la Eternidad sobre las sienes excelsas del dominador del los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales, ha surcado los ríos y los mares, ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad. Belona ha sido humillada por el resplandor de Iris, ¿y no podré yo trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré! Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento: tenía a mis pies los umbrales del abismo.
Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.
De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano…
«Yo soy el padre de los siglos, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es algo tu Universo? ¿Que levantaros sobre un átomo de la creación, es elevaros? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a mis arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Suponéis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano».
Sobrecogido de un terror sagrado, «¿cómo, ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos; mido sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los pensamientos del Destino».
«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres».
La fantasma desapareció.
Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.
Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.
De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano…
«Yo soy el padre de los siglos, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es algo tu Universo? ¿Que levantaros sobre un átomo de la creación, es elevaros? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a mis arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Suponéis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano».
Sobrecogido de un terror sagrado, «¿cómo, ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos; mido sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los pensamientos del Destino».
«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres».
La fantasma desapareció.
Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.
Entrevista de Bolivar con Jose de San Martin
La entrevista de Guayaquil se refiere a la reunión entre los libertadores de América, Simón Bolívar y José de San Martín en la Ciudad de Guayaquil, el 26 de julio de 1822.
Se efectuó con propósito de discutir la soberanía sobre la provincia de Guayas, el destino del Perú y en forma general el de América del Sur.
El 24 de mayo de 1822, Sucre derrota a los realistas en Pichincha y ocupa Quito el 25 de mayo. El contingente peruano que intervino en esta batalla, estuvo compuesto por 1.600 efectivos al mando del coronel Andrés de Santa Cruz y se unió a la tropa patriota grancolombiana en Saraguro el 9 de febrero de 1822. Posteriormente, Simón Bolívar presiona diplomáticamente a Guayaquil, con el fin de anexarla a la Gran Colombia. Tanto el Libertador del Norte, general Simón Bolívar como el Libertador del Sur, general José de San Martín, estaban convencidos que la definición de la independencia americana tenía que darse en suelo peruano, por lo que el propósito de Simón Bolívar era llegar al Perú.
Antes de los sucesos de Guayaquil, San Martín había convocado al Primer Congreso Constituyente de la República del Perú, el 1 de mayo de 1822. Se eligieron 79 diputados, instalándose este legislativo el 20 de septiembre de 1822 solemnemente. Luego de la instalación y en la misma fecha, este Congreso ofreció al general José de San Martín poderes dictatoriales, los cuales rehusó. Se varió el ofrecimiento al de Fundador de la Libertad del Perú y Generalísimo de las Armas, título que fue aceptado por el general San Martín, aunque de manera honorífica. Su decisión de retirarse era terminante. El Congreso así instalado eligió como su Presidente a Francisco Xavier de Luna Pizarro.
Después del 9 de octubre de 1820, Guayaquil, de la mano de José Joaquín de Olmedo y otros patriotas, alcanzó su independencia de España. Más tarde, en el mismo año, se crearía la nueva nación de la Provincia Libre de Guayaquil, cuyo presidente fue Olmedo.
Después de la gesta libertaria, José Joaquín de Olmedo pidió ayuda a Simón Bolívar para asegurar la independencia de la ciudad y seguir con la independencia de lo que una vez fue la Real Audiencia de Quito. Bolívar envió al mejor de sus generales, Antonio José de Sucre, con cientos de soldados a favor de la causa emancipadora.
Sucre firma un tratado con los guayaquileños que coloca a la ciudad bajo la protección de Colombia, luego reorganiza sus fuerzas y entre otras acciones vence en las faldas del Pichincha, el 24 de mayo de 1822; un día después, ocupa Quito. Una vez liberada, la Presidencia de Quito, decide seguir los pasos de otras naciones para conformar un estado único, la República, que en homenaje a Cristóbal Colón, debería llamarse Colombia, y de la cual fue elegido presidente Simón Bolívar. Para estas campañas Bolívar pide ayuda a San Martín, quien le envía 1.600 soldados que participaron en Riobamba y Pichincha .
Después de cinco días de la victoria en las faldas del Pichincha, Quito convino con la anexión y declaró la incorporación de todo el territorio que constituyó la Real Audiencia de Quito. Cuenca y Loja aceptaron inmediatamente esta decisión.
El problema era que La Provincia Libre de Guayaquil, yacía como estado soberano aunque no reconocido aún. Además en Guayaquil surgierón tres partidos políticos:
Los colombianistas: partidarios de que Guayaquil se anexe a la Gran Colombia.
Los peruanistas: partidarios de que Guayaquil se anexe a la República del Perú.
Los independientes: partidarios de que La Provincia Libre de Guayaquil sea estado soberado e independiente, tales como José Joaquín de Olmedo.
Ante el peligro de mantener un núcleo realista en América, Bolívar acepta la invitación de San Martín para unir fuerzas, eligiendo Bolívar la ciudad de Guayaquil para la entrevista.
El 11 de julio de 1822, Bolívar llegó a Guayaquil para decidir sobre la incorporación a Colombia. En un comienzo, pretendía que la incorporación se hiciera por el voto libre y espontáneo pero debido a que un grupo de ricos comerciantes querían perpetuarse en el mando (y de no conseguirlo, unirse al Perú), Simón Bolívar asumió todos los poderes y tomó la ciudad de Santiago de Guayaquil bajo la protección de la República de Colombia, asumiendo el mando político y militar.
Pocos días después llegó San Martín, quien sostuvo una reunión con Bolívar, a solas y sin testigos, donde trataron principalmente tres cuestiones: el destino de la Provincia de Guayaquil, la reparación de la ayuda que el Perú había brindado anteriormente para la liberación de aquella provincia, y el final de la campaña contra los realistas, cuya definitiva etapa debía librarse en Perú. De esas cuestiones, tomó relevancia en la conversación la última. San Martin, era consciente de la insuficiencia de sus fuerzas para derrotar a la resistencia realista en el interior del Perú, y solicitó a Bolívar el apoyo del ejército de la Gran Colombia, ofreciendo incluso el mando de las fuerzas unificadas a Bolivar, y aceptando colocarse bajo sus órdenes. Sin embargo, Bolivar ofreció una ayuda muy menor a la pedida por San Martín, y se negó a asumir el mando, aduciendo que el Congreso de Colombia no lo autorizaría. Sin embargo en ese momento, las fuerzas de la Gran Colombia habían logrado vencer a los enemigos en su territorio, y su Congreso respondía a los deseos de Bolivar, por lo que era posible brindar la ayuda solicitada por San Martín.
Las razones de la negativa de Bolivar a brindar colaboración constituyen el verdadero conflicto de la entrevista de Guayaquil, y una de las causas de su aura de misterio. Se había llegado a un punto en el que la labor de los dos Libertadores, que hasta entonces había funcionado por vías relativamente independientes, debía unificarse, para lograr llevar adelante la última etapa de la emancipación sudamericana. Aquí es donde se manifestó claramente la mayor ambición de Bolivar, y el alto sentido de honor y realismo político de San Martín, puesto que éste pronto comprendió que Bolivar albergaba un recelo hacia él, y que deseaba terminar por sí solo la campaña contra las fuerzas españolas, quedándose con la gloria definitiva y eliminando la presencia de una figura que pudiera opacarlo. Por otra parte, naturalmente San Martín comprendió que no podría concluir exitosamente la guerra en el Perú sin la ayuda del venezolano, y ante la negativa de éste de aceptar su subordinación, optó por su apartamiento de la escena, en un gesto de gran renunciamiento.
La noche del 27 de julio de 1822, Bolívar agasajó a San Martín con un banquete. A mitad del mismo, y bajo un estricto secreto de todo lo conversado, tal cual lo convenido, San Martín se retiró hacia el muelle, y se embarcó hacia el Perú.
La anexión obligada de La Provincia Libre de Guayaquil a la Gran Colombia, provocó el auto exilio de José Joaquín de Olmedo, quien en una conmovedora misiva le hizo conocer a Bolívar su desacuerdo con las medidas adoptadas con su pueblo. El 31 de julio de 1822, la ciudad de Santiago de Guayaquil declaró su anexión a la Gran Colombia y con ella también el resto de la agonizante nación guayaquileña.
Al llegar San Martín a Perú se retiró a la Magdalena, en donde tenía una casa de campo. Acompañado por una pequeña escolta y un ayudante, esa misma noche, montado a caballo, se dirigió a Ancón, al norte de Lima. Era el 20 de septiembre de 1822, el mismo día de la instalación del Primer Congreso Constituyente de la República del Perú. En la madrugada del día 22 de septiembre, en el bergantín “Belgrano”, se embarcó rumbo a Valparaíso.
El Protectorado de San Martín fue sucedido por una Junta de Gobierno, integrada por el general José de La Mar, el comerciante Felipe Antonio Alvarado y el conde Manuel Salazar y Baquíjano. El Primer Congreso Constituyente promulgó el 12 de noviembre de 1822, la Primera Constitución Política de la República, de clara tendencia liberal. Fue una constitución efímera; ahora que San Martín había desaparecido de la escena, Bolivar si accedió a dirigir sus fuerzas en ayuda del Perú. Así, a la llegada de Simón Bolívar, el propio Congreso Constituyente, tuvo que suspender sus efectos para poder dar plenos poderes dictatoriales a Bolívar.
Se efectuó con propósito de discutir la soberanía sobre la provincia de Guayas, el destino del Perú y en forma general el de América del Sur.
El 24 de mayo de 1822, Sucre derrota a los realistas en Pichincha y ocupa Quito el 25 de mayo. El contingente peruano que intervino en esta batalla, estuvo compuesto por 1.600 efectivos al mando del coronel Andrés de Santa Cruz y se unió a la tropa patriota grancolombiana en Saraguro el 9 de febrero de 1822. Posteriormente, Simón Bolívar presiona diplomáticamente a Guayaquil, con el fin de anexarla a la Gran Colombia. Tanto el Libertador del Norte, general Simón Bolívar como el Libertador del Sur, general José de San Martín, estaban convencidos que la definición de la independencia americana tenía que darse en suelo peruano, por lo que el propósito de Simón Bolívar era llegar al Perú.
Antes de los sucesos de Guayaquil, San Martín había convocado al Primer Congreso Constituyente de la República del Perú, el 1 de mayo de 1822. Se eligieron 79 diputados, instalándose este legislativo el 20 de septiembre de 1822 solemnemente. Luego de la instalación y en la misma fecha, este Congreso ofreció al general José de San Martín poderes dictatoriales, los cuales rehusó. Se varió el ofrecimiento al de Fundador de la Libertad del Perú y Generalísimo de las Armas, título que fue aceptado por el general San Martín, aunque de manera honorífica. Su decisión de retirarse era terminante. El Congreso así instalado eligió como su Presidente a Francisco Xavier de Luna Pizarro.
Después del 9 de octubre de 1820, Guayaquil, de la mano de José Joaquín de Olmedo y otros patriotas, alcanzó su independencia de España. Más tarde, en el mismo año, se crearía la nueva nación de la Provincia Libre de Guayaquil, cuyo presidente fue Olmedo.
Después de la gesta libertaria, José Joaquín de Olmedo pidió ayuda a Simón Bolívar para asegurar la independencia de la ciudad y seguir con la independencia de lo que una vez fue la Real Audiencia de Quito. Bolívar envió al mejor de sus generales, Antonio José de Sucre, con cientos de soldados a favor de la causa emancipadora.
Sucre firma un tratado con los guayaquileños que coloca a la ciudad bajo la protección de Colombia, luego reorganiza sus fuerzas y entre otras acciones vence en las faldas del Pichincha, el 24 de mayo de 1822; un día después, ocupa Quito. Una vez liberada, la Presidencia de Quito, decide seguir los pasos de otras naciones para conformar un estado único, la República, que en homenaje a Cristóbal Colón, debería llamarse Colombia, y de la cual fue elegido presidente Simón Bolívar. Para estas campañas Bolívar pide ayuda a San Martín, quien le envía 1.600 soldados que participaron en Riobamba y Pichincha .
Después de cinco días de la victoria en las faldas del Pichincha, Quito convino con la anexión y declaró la incorporación de todo el territorio que constituyó la Real Audiencia de Quito. Cuenca y Loja aceptaron inmediatamente esta decisión.
El problema era que La Provincia Libre de Guayaquil, yacía como estado soberano aunque no reconocido aún. Además en Guayaquil surgierón tres partidos políticos:
Los colombianistas: partidarios de que Guayaquil se anexe a la Gran Colombia.
Los peruanistas: partidarios de que Guayaquil se anexe a la República del Perú.
Los independientes: partidarios de que La Provincia Libre de Guayaquil sea estado soberado e independiente, tales como José Joaquín de Olmedo.
Ante el peligro de mantener un núcleo realista en América, Bolívar acepta la invitación de San Martín para unir fuerzas, eligiendo Bolívar la ciudad de Guayaquil para la entrevista.
El 11 de julio de 1822, Bolívar llegó a Guayaquil para decidir sobre la incorporación a Colombia. En un comienzo, pretendía que la incorporación se hiciera por el voto libre y espontáneo pero debido a que un grupo de ricos comerciantes querían perpetuarse en el mando (y de no conseguirlo, unirse al Perú), Simón Bolívar asumió todos los poderes y tomó la ciudad de Santiago de Guayaquil bajo la protección de la República de Colombia, asumiendo el mando político y militar.
Pocos días después llegó San Martín, quien sostuvo una reunión con Bolívar, a solas y sin testigos, donde trataron principalmente tres cuestiones: el destino de la Provincia de Guayaquil, la reparación de la ayuda que el Perú había brindado anteriormente para la liberación de aquella provincia, y el final de la campaña contra los realistas, cuya definitiva etapa debía librarse en Perú. De esas cuestiones, tomó relevancia en la conversación la última. San Martin, era consciente de la insuficiencia de sus fuerzas para derrotar a la resistencia realista en el interior del Perú, y solicitó a Bolívar el apoyo del ejército de la Gran Colombia, ofreciendo incluso el mando de las fuerzas unificadas a Bolivar, y aceptando colocarse bajo sus órdenes. Sin embargo, Bolivar ofreció una ayuda muy menor a la pedida por San Martín, y se negó a asumir el mando, aduciendo que el Congreso de Colombia no lo autorizaría. Sin embargo en ese momento, las fuerzas de la Gran Colombia habían logrado vencer a los enemigos en su territorio, y su Congreso respondía a los deseos de Bolivar, por lo que era posible brindar la ayuda solicitada por San Martín.
Las razones de la negativa de Bolivar a brindar colaboración constituyen el verdadero conflicto de la entrevista de Guayaquil, y una de las causas de su aura de misterio. Se había llegado a un punto en el que la labor de los dos Libertadores, que hasta entonces había funcionado por vías relativamente independientes, debía unificarse, para lograr llevar adelante la última etapa de la emancipación sudamericana. Aquí es donde se manifestó claramente la mayor ambición de Bolivar, y el alto sentido de honor y realismo político de San Martín, puesto que éste pronto comprendió que Bolivar albergaba un recelo hacia él, y que deseaba terminar por sí solo la campaña contra las fuerzas españolas, quedándose con la gloria definitiva y eliminando la presencia de una figura que pudiera opacarlo. Por otra parte, naturalmente San Martín comprendió que no podría concluir exitosamente la guerra en el Perú sin la ayuda del venezolano, y ante la negativa de éste de aceptar su subordinación, optó por su apartamiento de la escena, en un gesto de gran renunciamiento.
La noche del 27 de julio de 1822, Bolívar agasajó a San Martín con un banquete. A mitad del mismo, y bajo un estricto secreto de todo lo conversado, tal cual lo convenido, San Martín se retiró hacia el muelle, y se embarcó hacia el Perú.
La anexión obligada de La Provincia Libre de Guayaquil a la Gran Colombia, provocó el auto exilio de José Joaquín de Olmedo, quien en una conmovedora misiva le hizo conocer a Bolívar su desacuerdo con las medidas adoptadas con su pueblo. El 31 de julio de 1822, la ciudad de Santiago de Guayaquil declaró su anexión a la Gran Colombia y con ella también el resto de la agonizante nación guayaquileña.
Al llegar San Martín a Perú se retiró a la Magdalena, en donde tenía una casa de campo. Acompañado por una pequeña escolta y un ayudante, esa misma noche, montado a caballo, se dirigió a Ancón, al norte de Lima. Era el 20 de septiembre de 1822, el mismo día de la instalación del Primer Congreso Constituyente de la República del Perú. En la madrugada del día 22 de septiembre, en el bergantín “Belgrano”, se embarcó rumbo a Valparaíso.
El Protectorado de San Martín fue sucedido por una Junta de Gobierno, integrada por el general José de La Mar, el comerciante Felipe Antonio Alvarado y el conde Manuel Salazar y Baquíjano. El Primer Congreso Constituyente promulgó el 12 de noviembre de 1822, la Primera Constitución Política de la República, de clara tendencia liberal. Fue una constitución efímera; ahora que San Martín había desaparecido de la escena, Bolivar si accedió a dirigir sus fuerzas en ayuda del Perú. Así, a la llegada de Simón Bolívar, el propio Congreso Constituyente, tuvo que suspender sus efectos para poder dar plenos poderes dictatoriales a Bolívar.
Carta de Jamaica
La Carta de Jamaica es un texto escrito por Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815 en Kingston, en respuesta a una misiva de Henry Cullen donde expone las razones que provocaron la caída de la Segunda República en el contexto de la Independencia de Venezuela.
Al llegar Bolívar a Kingston en 1815, contaba con 32 años. Para este momento llevaba apenas 3 años de plena responsabilidad en la lucha de la independencia a partir de la declaración del Manifiesto de Cartagena el 15 de diciembre de 1812 una intensa actividad militar.
Primero, en 1813, con la Campaña Admirable, que lo llevó vertiginosamente en pocos meses a Caracas el 6 de agosto de 1813 para intentar la refundación de la República, empresa que termina en 1814, en fracaso frente a las huestes de José Tomás Boves. Luego de este fracaso regresa a la Nueva Granada, para intentar repetir la hazaña de la Campaña Admirable, acción que es rechazada por sus partidarios. Sintiéndose incomprendido en Cartagena de Indias, decide tomar el 9 de mayo de 1815 el camino del destierro hacia Jamaica, animado por la idea de llegar al mundo inglés y convencerlo de su cooperación con el ideal de la independencia Hispanoamericana. En Kingston vivirá desde mayo hasta diciembre de 1815, tiempo que dedicó a la meditación y cavilación acerca del porvenir del continente Americano ante la situación sobre el destino de México, Centroamérica, la Nueva Granada, Venezuela, Argentina, Chile y Perú.
Finalmente, culmina Bolívar su reflexión con una imprecación que repetirá hasta su muerte de la unión entre los países americanos.
Aunque la Carta estaba originalmente dirigida a Henry Cullen, está claro que su objetivo fundamental era llamar la atención de la nación liberal más poderosa del siglo XIX, Gran Bretaña, a fin de que se decidiera a involucrarse en la independencia americana. No obstante, cuando los británicos finalmente accedieron al llamado de Bolívar, este prefirió la ayuda de Haití.
Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.
«Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su independencia, por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.
En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de setecientas a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos. pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad en el hemisferio de Colón?
«La felonía con que Bonaparte —dice usted— prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su independencia».
Parece que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses —añade usted— he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál seria el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.
¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.
Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.
De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimiento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos, y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constan te se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se conforman con las miras de Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que sea más asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.
Los Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra! Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.
Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por España que posee más elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a usted en la materia.
Soy de usted, etc., etc.
Kingston, 6 de septiembre de 1815
Al llegar Bolívar a Kingston en 1815, contaba con 32 años. Para este momento llevaba apenas 3 años de plena responsabilidad en la lucha de la independencia a partir de la declaración del Manifiesto de Cartagena el 15 de diciembre de 1812 una intensa actividad militar.
Primero, en 1813, con la Campaña Admirable, que lo llevó vertiginosamente en pocos meses a Caracas el 6 de agosto de 1813 para intentar la refundación de la República, empresa que termina en 1814, en fracaso frente a las huestes de José Tomás Boves. Luego de este fracaso regresa a la Nueva Granada, para intentar repetir la hazaña de la Campaña Admirable, acción que es rechazada por sus partidarios. Sintiéndose incomprendido en Cartagena de Indias, decide tomar el 9 de mayo de 1815 el camino del destierro hacia Jamaica, animado por la idea de llegar al mundo inglés y convencerlo de su cooperación con el ideal de la independencia Hispanoamericana. En Kingston vivirá desde mayo hasta diciembre de 1815, tiempo que dedicó a la meditación y cavilación acerca del porvenir del continente Americano ante la situación sobre el destino de México, Centroamérica, la Nueva Granada, Venezuela, Argentina, Chile y Perú.
Finalmente, culmina Bolívar su reflexión con una imprecación que repetirá hasta su muerte de la unión entre los países americanos.
Aunque la Carta estaba originalmente dirigida a Henry Cullen, está claro que su objetivo fundamental era llamar la atención de la nación liberal más poderosa del siglo XIX, Gran Bretaña, a fin de que se decidiera a involucrarse en la independencia americana. No obstante, cuando los británicos finalmente accedieron al llamado de Bolívar, este prefirió la ayuda de Haití.
Carta de Jamaica
Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.
«Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su independencia, por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.
En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de setecientas a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos. pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad en el hemisferio de Colón?
«La felonía con que Bonaparte —dice usted— prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su independencia».
Parece que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses —añade usted— he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál seria el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.
¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.
Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.
De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimiento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos, y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constan te se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se conforman con las miras de Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que sea más asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.
Los Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra! Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.
Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por España que posee más elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a usted en la materia.
Soy de usted, etc., etc.
Kingston, 6 de septiembre de 1815
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